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15 enero 2011 6 15 /01 /enero /2011 21:24

Tema controvertido éste, sobre todo en nuestra relación con las Comunidades Protestantes, que no admiten la veneración de imágenes, amparándose en los pasajes de varios libros del Antiguo Testamento, en los que se muestra la prohibición de Yahveh de hacer imágenes de la divinidad o de cualquier otro ser. Por ejemplo, leemos en el libro del Éxodo, cuando Yahveh le da al pueblo elegido el Decálogo de los mandamientos: No habrá para ti otros dioses delante de mí./ No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra./ No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso (...) (Ex 20, 3-5). ¿Entonces, cuando los católicos rendimos culto a las imágenes de Cristo, de la Virgen o de los Santos, estamos incurriendo en la prohibición que Dios mismo dio a su pueblo? Podemos decir que no.

Para entender bien este asunto, debemos tener en cuenta el concepto de la divinidad del antiguo (y también el moderno, vaya) pueblo de Israel, fruto de la etapa de la Historia de la Salvación en la que se encontraban. Dios, Yahveh, se le había revelado a Moisés en el episodio de la zarza, en Monte Horeb, como Yo soy el que soy  (Ex 3, 14), que es el significado de Yahveh, YHWH. Yo soy el que soy; es una bella manera de revelarle a Moisés, y por ende a todo el pueblo israelita, su nombre (los amantes del manga japonés, que lean la obra Monster, de Naoki Urasawa, y tal vez les ayude esto a entender la importancia que tiene el nombre en la sociedad), pero de forma que la inmensa distancia entre Él y el género humano sigue manifiesta, continúa impuesto el velo que los separa. Dios no se rebaja a darse un nombre vulgar, como el de tantas y tantas divinidades que rodeaban en otras civilizaciones al pueblo judío. Así, cuando Moisés le pide que le deje ver su gloria, en le monte,  esto nos cuentan las Sagradas Escrituras:  Él le contestó: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahveh; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia". Y añadió: "Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo". Luego dijo Yahveh: "Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver" (Ex 33, 19-23). El Santo Padre nos ha explicado adecuadamente en el primer volumen de Jesús de Nazaret el significado de este pasaje; Dios sigue siendo totalmente trascendente, permanece el abismo entre Él y nosotros, a pesar de que Israel disfruta de la cercanía de Dios como ningún otro pueblo. He ahí el motivo por el cual prohíbe la realización de imágenes y su culto: el hombre no puede abarcar con sus manos el grandísimo misterio de lo divino.

Pero cuando el Hijo de Dios, Dios mismo, se hace hombre, uno de los nuestros, la Historia de la Salvación entra en su fase más importante, en su culminación. El Señor ha saltado el precipicio que lo separaba de su criatura, por puro amor. Viene en su busca, cumpliendo su promesa revelada por los profetas. Ya no es Aquél a quien no conocemos, intangible. Ha tomado nuestra carne, lo hemos tocado, hemos hablado con Él, reído con Él, y hemos visto el sufrimiento que en cuerpo y alma padeció por culpa de nuestros pecados. El Hijo nos ha dado a conocer al Padre; (...) nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (Mt 11, 27). Por tanto, cuando hacemos una imagen, ya no la hacemos de Aquél que es totalmente diferente a nosotros, sino al mismo Dios que se nos ha dado a conocer como Alguien de nuestro linaje. Y como bien nos recuerda otra vez Benedicto XVI, este es el argumento que hizo a los cristianos venerar a las sagradas imágenes, teniendo su máximo representante en San Juan Damasceno (tránsito del siglo VII al VIII), quien argumentó que con al Encarnación de Cristo, la carne, y por ende toda la materia, había experimentado una diginificación total, de forma que era completamente legítimo hacer no sólo imágenes de Dios, sino también de todos los santos y de su Santísima Madre; dejándonos claro que en ellas no está el alma de ninguno de ellos, y que sólo Dios mismo puede ser objeto de adoración, nunca la imagen, que en todo caso sería venerada. Finalmente, la línea defendida por San Juan Damasceno fue la que se impuso en el seno de la Iglesia, y aprobada por el Segundo Concilio de Nicea, del año 787.

Por tanto, no tengamos miedo; podemos venerar, siempre que no incurramos en excesos, las imágenes que nos acompañan en nuestro caminar por el culto a Cristo, la Virgen María, y nuestros hermanos los santos.

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Comentarios

C
<br /> <br /> me hace gracia que haya cristianos que les parezca mal rezar a una imagen, pero su postura es respetabilísima. Todo lo que ayude al rezo debería ser promovido.Yo no creo ni en lo uno ni en lo<br /> otro pero creo que el rezo da esperanza entre otras cosas y así lo veo bien.<br /> <br /> <br /> <br />
Responder
J
<br /> <br /> Pienso lo mismo que tú, Carlos. Los caminos del Señor son inescrutables, y ¡quién sabe cóm puede encontrar cada uno la fe! Eso siempre que no estemos hablando de una práctica que vaya en contra<br /> de las Escrituras;  y la prohibición veterorestamentaria de la que hablan los protestantes no tiene sentido ya en un mundo en el que Cristo, es decir, el mismo Dios, se ha hecho hombre: ya<br /> conocemos su rostro, no está oculto al género humano. Nosotros veneramos las imágenes, no las adoramos, que es lo que muchos erróneamente creen.<br /> <br /> <br />     ¡Hasta pronto Carlos, Dios contigo!<br /> <br /> <br /> <br />