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25 mayo 2011 3 25 /05 /mayo /2011 22:58

        Lo primero de todo, antes de exponer el grueso de la entrada, dejar claro que pocas cosas peores pueden ocurrirle a una nación que una guerra civil, una lucha fratricida, en la que la misma se desangra de una manera absurda y cruel. Precisar también que en nuestra Guerra Civil, que duró de 1936 a 1939, ambos bandos cometieron atrocidades, que ninguno de ellos puede llamarse víctima, ni vencedor de la contienda.

       Dicho esto, me gustaría tratar el tema de la represión que sufrió la Iglesia en territorio republicano durante la contienda, ya que no se habla lo suficiente de ello, sobre todo en determinados ambientes, para los cuales memoria histórica es un término que sólo merecen los muertos de uno de aquellos dos bandos. Y es que nosotros no entramos en luchas de bandos; sólo hablamos de personas que murieron exlcusivamente por motivos religiosos: mártires de la fe.

       Dichos mártires, repartidos por muchas zonas del país que estuvieron en manos de los republicanos, llegaron al número de 10.000. Sí, leéis bien, 10.000 seres humanos a los que se les arrebató la vida, muchas veces de forma perversa y tras torturas, por el simple hecho de ser católicos y no renegar de su fe: sacerdotes diocesanos, miembros del clero regular (tanto masculino como femenino), seminaristas, y muchísimos seglares comprometidos, ya fueran miembros de Acción Católica o de otras asociaciones. Según algunos autores, estamos ante una de las mayores persecuciones religiosas que sufrió la Iglesia Católica desde tiempos del Imperio Romano, superando incluso la acaecida durante la Revolución Francesa.

       Pero esto resulta aún más doloroso si tenemos en cuenta que dicha represión fue muchas veces a sabiendas de las autoridades republicanas, tal y como se ve en este Memorándum que a comienzos de 1937 redactó el por entonces ministro del gobierno republicano (que en aquellos momentos tenía su capital en Valencia) Manuel de Irujo:

      

      La situación del hecho de la Iglesia, a partir de julio pasado, en todo el territorio leal, excepto el vasco, es la siguiente:

      a) Todos los alteres, imágenes y obejtos de culto, savlo muy contadas excepciones, han sido destruidos, los más con vilipendio.

      b) Todas las iglesias se han cerrado al culto, el cual ha quedado total y absolutamente suspendido.

      c) Una gran parte de los templos, en Cataluña con carácter de normalidad, se incendiaron.

      d) Los parques y organismos oficiales recibieron comapanas, cálices, custodias, candelabros y otros objetos de culto, los han fundido y aún han aprovechado para la guerra o para fines industriales sus materiales.

      e) En las iglesias han sido instalados depósitos de todas clases, mercados, garajes, cuadras, cuarteles, refugios y otros modos de ocupación diversos.

      f) Todos los conventos han sido desalojados y suspendida la vida religiosa en los mismos. Sus edificios, objetos de culto y bienes de todas clases fueron incendiados, saqueados, ocupados y derruidos.

      g) Sacerdotes y religiosos han sido detenidos, sometidos a prisión y fusilados sin formación de causa por miles, hechos que, si bien amenguados, continúan aún, no tan sólo en la población rural, donde se les ha dado caza y muerte de modo salvaje, sino en las poblaciones. Madrid y Barcelona y las restantes grandes ciudades suman por cientos los presos en sus cárceles sin otra causa conocida que su carácter de sacerdote o religioso.

      h) Se ha llegado a la prohibición absoluta de retención privada de imágenes y objetos de culto. La policía que practica registros domiciliarios, buceando en el interior de las habitaciones, de vida íntima personal y familiar, destruye con escarnio y violencia imágenes, estampas, libros religiosos y cuanto con el culto se relaciona o lo recuerde.

     

       El testimonio es espeluznante, basta con tener un poco de humanidad para percatarse de la gravedad de la persecución que los católicos sufrieron durante la guerra a manos del bando republicano.  10.000 hombres y mujeres que dieron testimonio de su fe y no dudaron en ofrecer su sangre por lealtad a Dios y a la Madre Iglesia, perdonando a sus enemigos, como muchos testimonios demuestran. Por todo esto, tengámoslos presentes siempre en nuestra memoria, y como ellos hiceron, luchemos por una España unida y en paz, y mantengámonos siempre fieles a la Palabra de Nuestro Señor Jesucristo y a la Iglesia que Él fundó; sin miedo a nada, ya que tenemos su promesa de vida eterna.

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