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28 febrero 2012 2 28 /02 /febrero /2012 20:55

            Como ya comenté en el artículo anterior, pasamos a analizar otros aspectos heréticos de la doctrina eucarística propugnada por la Reforma protestante del siglo XVI. En concreto, vamos a centrarnos en el carácter sacrificial de la sagrada Eucaristía, que fue sistemáticamente rechazado por los reformadores.

             La Tradición y el Magisterio de la Iglesia Católica siempre han reconocido en el Santísimo Sacramento del Altar el memorial y la actualización del único sacrificio redentor de Nuestro Señor en la cruz.

            Como todos sabemos, tanto Lutero como Calvino y Zuinglio, apoyados en una nefasta interpretación de la Carta a los Romanos de San Pablo, consideraban que el hombre, corrompido completamente por el pecado original, nada podía hacer para salvarse. Ningua obra le sería útil para lograrlo; por ello, sólo la gracia de Dios era capaz de darnos la vida eterna: el hombre se justificaba entonces por su fe en Dios, en que Él podía sacarlos de la miseria. Esta salvación llegó al mundo a través del sacrificio de Cristo en la cruz; sacrificio que ocurrió una sola vez. Así puestos, la Eucaristía únicamente podía considerarse memorial en un sentido simple de recuerdo, y nunca sacrificio propiciatorio (para el perdón de los pecados) actualizado ofrecido por Cristo y el hombre a Dios Padre, ya que el ser humano no puede hacer ninguna obra digna de salvación. Creo que estos fragmentos de la obra de Lutero De captivitate babylonica expuestos por Sayés en su Misterio Eucarístico será suficiente para mostrar la visión reformista de la Eucaristía en cuanto sacrificio propiciatorio:

           Advierte, por tanto, que lo que llamamos misa es la promesa que Dios nos hace de la remisión de los pecados; pero es una promesa de tal magnitud, que ha sido sellada con la muerte de su hijo. Y a esta promesa, no se puede acceder a ella con obras, con fuerzas, con mérito de ninguna clase, sino con la sola fe. Donde media la palabra de Dios que promete, se hace necesaria la fe del hombre que acepta, para que quede claro que el comienzo de nuestra salvación es la fe; una fe que está pendiente de la palabra de Dios que promete. Él nos previene sin necesidad de nuestra cooperación en virtud de su misericordia, inmerecida por nuestra parte, y nos ofrece la palabra de su promesa.

           Frente a esta visión, el Concilio de Trento reafirmó la doctrina defendida por toda la Tradición y visible en el Nuevo Testamento: sacramento de la Eucaristía como memorial y sacrificio incruento que actualiza el único sacrificio de Cristo en la cruz; sacrifio de acción de gracias, pero también propiciatorio. En aquél santo Concilio la Iglesia señaló, entre otras muchísimas cosas, lo siguiente:

             Así, pues, el Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz, con la interposición de su muerte, a fin de realizar para ellos la eterna redención; como, sin embargo, no había de extinguirse su sacerdocio por la muerte (Heb 7, 24.27), en la última cena, la noche que era entregado, para dejar a su esposa amada, la Iglesia, un sacrifico visible, como exige la naturaleza de los hombres, por el que se hiciera presente aquel suyo sangriento, que había una sola vez de consumarse en la cruz, y su memoria permaneciera hasta el fin de los siglos (1Cor 11, 23ss.) y su eficacia saludable se aplicara para la remisión de los pecados que diariamente comentemos, declarándose a sí mismo constituido para siempre sacerdote según el orden de Melquisedec (Sal 108, 109, 4), ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino (...). Así lo enseñó y entendió siempre la Iglesia. Porque, celebrada la antigua pascua que la muchedumbre de los hijos de Israel inmolaba en memoria de su salida de Egipto (Ex 12, 1ss.), instituyó una Pascua nueva, que era él mismo, que había de ser inmolado por la Iglesia por el ministerio de los sacerdotes bajo signos visibles, en memorial de su tránsito de este mundo al Padre, cuando nos redimió por el derramamiento de su sangre y nos arrancó del poder de las tinieblas y nos trasladó a su reino (Col 1, 14).

    

       No vamos a entrar ahora en el tema, ya que lo comenté con anterioridad, en los posts dedicados a demostrar cómo Cristo en sus palabras de institución del sacramento de la Eucaristía había querido dejar claro que en el pan y el vino se hacían presentes autenticamente su Cuerpo y su Sangre; pero no me resisto a recordar que no se puede negar el carácter sacrificial de la Ecuaristía atendiendo al contexto sacrificial (perdonadme la redundancia) en que se sitúa la celebración de la Última Cena -tan relacionada con la cena pascual del pueblo judío-, y expuesto en los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas), y atendiendo también a la aclaración que San Pablo, Apóstol de los Gentiles, hace en 1Co a la comunidad de Corinto, en la que deja fuera de cualquier duda que la Eucaristía es un banquete sacrificial.

       ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar, por el que Cristo presente nos redime de nuestras culpas con la acutalización de su sacrificio en la cruz !

 

Fuentes:

Sayés, José Antonio; El Misterio Eucarístico; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1986.

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