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17 febrero 2011 4 17 /02 /febrero /2011 19:59

Ayer me llamó mucho la atención una reflexión de Monseñor José Ignacio Munilla en Radio María, en el desgrane que realiza cotidianamente al Catecismo de la Iglesia Católica. Hablaba sobre los orígenes del ateísmo, y comentó un aspecto que me pareció sumamente interesante. No recuerdo qué punto del Catecismo era el que trataba en ese momento, pero para el caso no tiene importancia. Decía el obispo de San Sebastían que el materialismo exacerbado estaba en la raíz del nacimiento del ateísmo, ya que distrae al hombre del verdadero sentido de la vida. Si todo lo tenemos, satisfechas todas nuestras necesidades (¡incluso todos nuestros caprichos!), siempre pesará sobre nosotros la tentación de pensar que no necesitamos a Dios; ¿para qué? Pongámonos en el lugar de un hombre de otros tiempos; por ejemplo, del siglo XIV: soy un pobre campesino que trabaja de sol a sol para mantener a su numerosa familia, bajo el yugo de un señor feudal que rezuma tiranía por los cuatro costados; además, veo cómo una horrible enfermedad, denomidada como Peste Negra, se está llevando al otro mundo a un tercio de los campesinos del señorío en el que vivo y trabajo, además de haber matado ya a dos de mis hijos, y a un hermano. ¿Cómo es posible que mantenga esa alegría de vivir que tengo, y le encuentre un sentido a todo el sufrimiento que conlleva la existencia humana? Pues Dios me la da; Él vino al mundo para eso, para librarnos de la muerte, y darnos la esperanza de que una vida plena y llena de dicha nos espera. La fe es mi esperanza en medio de la tribulación que consituye la misma vida.

El gran error del hombre de la Edad Contemporánea es creerse que por sí mismo puede alcanzar la felicidad, que no necesita a Dios. Las raíces de este olvido de Dios está, aunque de forma incipiente, en el nacimiento de la Nueva Ciencia, en los siglos XV y XVI, cuando el hombre pasó de tener puesta su esperanza en Dios, a ponerla en la Ciencia, y a fin de cuentas, en la fortaleza del hombre. Y claro, con el desarrollo espectacular que la Ciencia y la Técnica tuvieron en los siglos posteriores, nos creímos capaces de suplantar al mismo Dios: nos curábamos nuestras enfermedades, comíamos estupendamente (depende quién, habría que señalar...), y recibíamos una educación maravillosa. Pero las dos guerras mundiales nos hicieron caer en depresión, y nos dimos cuenta de que el hombre sólo sabía dirigirse hacia el abismo. Curiosamente, en la Postmodernidad que surgió tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial, esta angustia que surgió ante la visión de lo que el hombre era capaz de hacer a sus semejantes, a menudo no sirvió más que para aumentar la distancia de muchos respecto a Dios, ya que, ¿cómo un Dios bueno podía permitir semejantes atrocidades? Resulta muy llamativo que después de haber expulsado a Dios de nuestra sociedad, negáramos su existencia ante lo que el hombre, en buena parte ya ateo, o al menos alejado de Dios, había realizado.

¡Y qué decir del ser humano materialista de hoy en día! Este Capitalismo salvaje creemos que nos hace felices, así lo sentimos, pero esto es sólo una apariencia, ya que el hombre sigue vacío, y nada de lo que la Ciencia y el desarrollo económico le proporciona, puede calmar su angustia ante la inseguridad de la muerte, ante la posibilidad de que todo esto se acabe... ¿Hubo en alguna época de la Historia, tantas depresiones, desesperación y suicidios cómo en la actualidad? Y es que olvidamos que el hombre, desde sus más remotos orígenes, es un homo religious; nada nos dará la felicidad plena si nos alejamos de Dios. Su rechazo sólo nos llevará, de nuevo, a las catástrofes que ya nos trajo el ateísmo en el siglo XX. Como dijo San Agustín en sus Confesiones, Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descansa en ti.

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