Vamos a dedicar algunos artículos a hablar acerca de las diferentes desviaciones que se han producido a lo largo de la Historia en relación con la doctrina sobre la Ecuaristía, la presencia real de Cristo en ella, y el modo en que se produce ésta. Para esta serie de artículos voy a usar principalmente la obra del sacerdote y doctor en Teología José Antonio Sayés, titulada El Misterio Eucarístico.
Empecemos haciendo una pequeña introducción:
Como muchos de ustedes ya sabréis, la doctrina católica acerca de la presencia real de Cristo en la Eucaristía se expresa mediante el dogma de la Transubstanciación, definido en el IV Concilio de Letrán (1215) y reafirmado durante el Concilio de Trento (1545-1563). Por dicho dogma, declaramos que mediante la invocación al Espíritu Santo y las palabras de Cristo en la Última Cena repetidas por el sacredote durante la Misa, las substancias del pan y del vino desaparecen, convirtiéndose en el Cuerpo y la Sangre de Cristo; por tanto, mientras se conservan tan sólo los accidentes del pan y del vino, las especies, y así aparecen ante nuestros sentidos, la fe nos dice que lo que observamos son en verdad el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor. ¿Pero qué es realmente la substancia? Pues es ni más ni menos, como nos recuerda Sayés, quien ha estudiado el tema profundamente, todo aquello que existe en sí, el ser profundo de las cosas: yo veo algo, y capto que ahí hay una cosa, un ente, una substancia, sea lo que sea; éste primer paso lo damos con la inteligencia, y luego ya, los sentidos, nos hacen caer en la cuenta de las particularidades físicas de esa substancia. Pues es esa substancia la que cambia bajo las especies (particularidades físicas) del pan y del vino, por lo que tras la consagración ya no estamos ante un trozo de pan y una medida de vino, sino ante el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor.
Ahora es justo indicar que al contrario de la opinión generalizada y carente de fundamento que señala que esta doctrina de la Transubstanciación sólo aparece en la Iglesia en el siglo XIII, con la utilización del concepto "substancia" que el Hilemorfismo aristotélico se supone había prestado al pensamiento escolástico (especialmente a Santo Tomás de Aquino), la Madre Iglesia ya había expresado mediante sus Padres, Doctores y concilios su creencia en que en el pan y el vino se producía un auténtico cambio de substancia, para pasar a ser verdadero Cuerpo y verdadera Sangre de Cristo. Sin ir más lejos, cuando Aristóteles habla de substancia, se refiere al conjunto de materia prima (principio potencial, sin forma) y forma substancial (esencia o forma que la especifica, siguiendo el trabajo de Sayés en Principios filosóficos del Cristianismo), mientras que la tradición cristiana usó este término para referirse a la realidad ontológica, al ser más profundo de las cosas.
Evidentemente, en los primeros tiempos de la Iglesia, aproximadamente hasta el Concilio de Nicea (325), los Padres, en su mayoría, se habían conformado con expresar la creencia en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, sin explicar cómo era posible esto. Aún así, nos recuerda Sayés que hay autores que fueron más allá, como San Justino (100-165) que ya hablaba que el pan y el vino son eucaristizados por la oración, o San Ireneo de Lyon(130-200), que afirmaba sin dudar que el pan se hace el cuerpo de Cristo.
La profundización teológica aumentaría tras el citado Concilio de Nicea (325), hasta el punto de que el mismo San Ambrosio (339-397) en época tan temprana, dejará escrito lo siguiente: El mismo Jesús clama: 'Esto es mi cuerpo'. Antes de la bendición de las celestiales palabras, otra es la sustancia que se nombra; después de la consagración se significa el cuerpo. Él mismo llama su sangre. Antes de la consagración, otra cosa es la que se dice; después de la consagración se llama sangre (...) Como podemos observar de forma tan clara en este fragmento de San Ambrosio, ya la Iglesia del siglo IV usaba la palabra substancia para explicar el cambio radical que sufrían el pan y el vino, convirtiéndose en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Aunque no tengamos todavía el término Transubstanciación, que no aparecerá hasta el siglo XIII, la Iglesia era totalmente consciente de cómo el Cuerpo y la Sangre del Salvador se hacían presentes en las especies eucarísticas.
El siguiente paso lo daría Fausto de Riez, autor del siglo V, que en su homilía Magnitudo deja clarísimo que es Cristo, con su poder creador, quien logra esta conversión de la substancia: Pues como sacerdote visible, con su palabra convierte a criaturas visibles en la sustancia de su cuerpo y sangre con secreto poder (...). Del mismo modo, pues, que a la señal de Dios, que mandaba, aparecieron de repende de la nada la altura de los cielos, la profundidad de las olas y la anchura de las tierras, así también la potencia otorga poder semejante a las palabras en los sacramentos espirituales y el efecto sirve a la realidad.
Más tarde, en el período carolingio, otro autor, Pascasio Radberto, abad de Corbie (siglo IX), en su obra Liber de corpore et sanguine Christi, nos dirá que: La sustancia del pan y del vino se cambia (commutatur) de forma eficaz interiormente en la carne y la sangre de Cristo, de tal modo que después de la consagración se cree que está presente la verdadera carne y sangre de Cristo. El pensamiento de Pascasio sería extendido por la orden de Cluny, e influiría tremendamente en los siglos posteriores, incluso a la hora de atacar la herejía de Berengario.
Entremos en este instante a valorar ya una de las herejías eucarísticas surgidas en el curso de la Historia, y que acabo de mencionar al final del párrafo anterior. En el siglo XI, el canónigo de Tours, Berengario. Este autor, que nos recuerda José Antonio Sayés que daba una importancia grande a la experiencia sensible como único modo de conocimiento, reducía la substancia a lo puramente sensible; por ello, negaba la posibilidad de la conversión eucarística. Sayés nos muestra un texto de este autor del siglo XI perteneciente a la obra De Sacra Coena: Consta que todo lo que es consagrado, todo lo que es bendecido por Dios, no es deshecho, no es eliminado, no es destruido, sino que permanece y es llevado a lo que no era. Por tanto, negaba la conversión, para defender algo que vendría a llamarse "impanación": la permanencia de las sustancias del pan y del vino. Lo que no se sabe con exactitud, siguiendo de nuevo a El Misterio Eucarístico de Sayés, es si Berengario de Tours rechazaba auténticamente la presencia real. De ello lo acusará otro autor, Lanfranco, quien dirá que Berengario había reducido la presencia real a un simple símbolo; su obra es muy contradictoria en este sentido. Lo que queda claro, eso sí, es que sus teorías ayudaron muy poco a defender dicha presencia real.
Fue con esta controversia como la Iglesia avanzaría más aún en el estudio del misterio eucarístico. En la disputa con Berengario, autores como Fulberto (maestro de Berengario en la Escuela de Chartres, que usaría la expresión mutare in corporis substantiam), Lanfranco o Guitmundo de Aversa (quien hablaría de substantialiter transmutari, y especificaría entre substancia y accidentes) irían perfeccionando la terminología, y serían los causantes de que el Concilio Romano de 1079 (no ecuménico), encabezado por el Papa Gregorio VII, obligara a Berengario firmar la siguiente fórmula, tal y como nos la expone el teólogo navarro Sayés:
Yo Berengario creo sinceramente y confieso moralmente que el pan y el vino que están en el altar, por el misterio de la oración sagrada y las palabras de nuestro Redentor, se convierten sustancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne de nuestro Señor Jesucristo, que después de la consagración son el verdadero cuerpo de Cristo que nación de la Virgen y que, ofrecido por la salud del mundo, pendió de la cruz está sentado a la derecha del Padre, y la verdadera sangre de Cristo, que manó de su costado no sólo en signo o por la virtud del sacramento, sino en la propiedad de la naturaleza y la verdad de la sustuancia.
¡Y aún estamos bastante lejos de la entrada del Hilemorfismo aristotélico en el pensamiento cristiano!
¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar! ¡Bendito sea el Redentor, que sigue entregándose de manera incruenta por nosotros!
Fuentes:
Sayés, José Antonio; El Mistero Eucarístico; Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 1986.