Hay un aspecto de la Revolución Francesa que llama increíblemente la atención, y que a su vez, si se analiza concienzudamente, resulta muy revelador. ¿Por qué éste período tan lleno de revoluciones que siguió a la Ilustración sólo vio cómo se derribaban monarquías católicas, y no protestantes? Por qué los revolucionarios atacaron a los reinos católicos, y no a los reformados? ¿Es que en los países católicos había más miembros del pueblo llano (o habría que decir también de la burguesía) muriéndose de hambre?
Sinceramente, creo que la última de las preguntas no es explicación para entender el por qué las revoluciones triunfaron especialmente en los reinos católicos. Para comprender en su justa medida este asunto hay que retrotraerse al mismo germen de la Reforma Protestante, y más concretamente, en la figura de Lutero.
Dejando a un lado los aspectos dogmáticos y doctrinales, el monje agustino alemán Martín Lutero (1483-1546) fue evolucionando en sus concepciones acerca de cómo debía estructurarse la nueva iglesia dentro del mundo. Al principio, según nos cuenta el padre José María Iraburu, la posición de Lutero era muy cercana a la de otro reformador protestante, Calvino, coetáneo del alemán: la nueva comunidad de auténticos fieles debía impregnar todo el orden secular, cristianizar las diferentes estructuras de la sociedad. Pero las tesis de Lutero poco a poco fueron virando hacia una separación nítida entre fe y mundo, entre Gracia y ley civil. El Evangelio debía regir la intimidad de la persona, su alma, pero no era competencía de éste regular el mundo secular, que debería estar sólo bajo el imperio del derecho y la razón. Como vimos en el artículo Libertad, voluntad e inteligencia, Lutero creía que la razón humana, al igual que el resto del ser humano, permanecía completamente corrompida; por tanto, era mejor para la misma fe no verse mezclada con el mundo de la razón y la ley civil. La Revelación de la Gracia de Dios recogida en los Evangelios nada decía acerca de cómo debía regirse la sociedad, por lo que la fe debía quedar reducida al ámbito privado de la persona, con lo cual, como ya hemos indicado, saldría incluso beneficiada. Si la justificación se obtenía por la fe, y las obras poco tenían que decir, era normal que los luteranos pensaran que el Reino de Dios debía implantarse en el corazón del hombre, pero no necesariamente en la vida práctica.
Como ya habréis pensado todos vosotros, he aquí el motivo por el que los revolucionarios atacaron fundamentalmente a los reinos católicos. Una iglesia que no se "entrometía" en asuntos de estado, ni en cómo debían ser las relaciones sociales en el ámbito secular, no constituía objetivo alguno para aquéllos que queriendo subvertir el orden establecido, soñaban con tumbar la influencia del Cristianismo en la sociedad. En cambio, una Iglesia fuerte como la Católica, que ejercía un influjo tremendo sobre la sociedad aún a finales del siglo XVIII y principios del XIX (cuando ocurren las principales revoluciones), y que estaba convencida de que el Reino de Cristo debía implantarse en todos los sectores de la sociedad (en el mundo político, en la economía, etc.), constituía un incómodo grano para los que pugnaban por un orden social completamente desvinculado de la religión. Hay que tener en cuenta que el cristiano no debe imponer su fe, claro está, pero no debe dejar de luchar por sembrar el Reino de los Cielos allí donde él se encuentre, en su trabajo, en su ámbito social, entre sus amigos: en fin, en todas las aristas del orden social.
A mi parecer, estas persecuciones no hicieron más que mostrar que la Iglesia Católica es el auténtico arca que ha guardado fielmente a lo largo de los siglos la Palabra de Dios: Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo (...) -Mt 5, 11-12-.