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22 febrero 2011 2 22 /02 /febrero /2011 20:29

       Hoy celebramos la fiesta de la Cátedra de San Pedro. Mucho más importante de lo que a primera vista puede parecer, en estos tiempos en los que tan mal visto, incluso para algunos católicos, está mostrar la unidad y la fidelidad ante el primado de Pedro, y de sus sucesores, los papas.

       A diferencia de lo que muchos creen hoy día, a saber, que la supremacía del Obispo de Roma en la Iglesia Católica es algo tardío, hay que decir que ya desde tiempo antiquísimo hay testimonios de esta preponderancia. En primer lugar, recordemos, como nos dijo Benedicto XVI en la audiencia correspondiente en el año 2006, el Primado de Pedro tuvo su sede, primero en Jerusalén, con la Iglesia naciente, luego en Antioquía (tercera ciudad en importancia del Imperio por aquel entonces), y finalmente en Roma, donde dio testimonio de la fe con el martiro, por lo que los obispos que fueron ocupando aquella cátedra, recibieron esta supremacía.

       Los testimonios antiguos que confirman esta situación del Obispo de Roma como cabeza de la Iglesia son varios, pero bástenos recordar el de San Ireneo de Lyon. oriundo de Asia Menor, en la actual Turquía, que decía esto en su obra Contra las Herejías, hablando de la Iglesia de Roma:

    la más grande, más antigua y más conocida por todos, que la fundaron y establecieron los más gloriosos apóstoles Pedro y Pablo;

    Y luego dice también: Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes.

    ¡Y por favor, no olvidemos que San Ireneo de Lyon nació entre los años 135 y 140, y murió bien el 202, ó el 203! ¡Buen testimonio éste!

    ¡Que Cristo bendiga al Santo Padre Benedicto XVI, su vicario en La Tierra, y nos conceda a todo el pueblo cristiano el don de la unidad bajo su cayado! 

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17 febrero 2011 4 17 /02 /febrero /2011 19:59

Ayer me llamó mucho la atención una reflexión de Monseñor José Ignacio Munilla en Radio María, en el desgrane que realiza cotidianamente al Catecismo de la Iglesia Católica. Hablaba sobre los orígenes del ateísmo, y comentó un aspecto que me pareció sumamente interesante. No recuerdo qué punto del Catecismo era el que trataba en ese momento, pero para el caso no tiene importancia. Decía el obispo de San Sebastían que el materialismo exacerbado estaba en la raíz del nacimiento del ateísmo, ya que distrae al hombre del verdadero sentido de la vida. Si todo lo tenemos, satisfechas todas nuestras necesidades (¡incluso todos nuestros caprichos!), siempre pesará sobre nosotros la tentación de pensar que no necesitamos a Dios; ¿para qué? Pongámonos en el lugar de un hombre de otros tiempos; por ejemplo, del siglo XIV: soy un pobre campesino que trabaja de sol a sol para mantener a su numerosa familia, bajo el yugo de un señor feudal que rezuma tiranía por los cuatro costados; además, veo cómo una horrible enfermedad, denomidada como Peste Negra, se está llevando al otro mundo a un tercio de los campesinos del señorío en el que vivo y trabajo, además de haber matado ya a dos de mis hijos, y a un hermano. ¿Cómo es posible que mantenga esa alegría de vivir que tengo, y le encuentre un sentido a todo el sufrimiento que conlleva la existencia humana? Pues Dios me la da; Él vino al mundo para eso, para librarnos de la muerte, y darnos la esperanza de que una vida plena y llena de dicha nos espera. La fe es mi esperanza en medio de la tribulación que consituye la misma vida.

El gran error del hombre de la Edad Contemporánea es creerse que por sí mismo puede alcanzar la felicidad, que no necesita a Dios. Las raíces de este olvido de Dios está, aunque de forma incipiente, en el nacimiento de la Nueva Ciencia, en los siglos XV y XVI, cuando el hombre pasó de tener puesta su esperanza en Dios, a ponerla en la Ciencia, y a fin de cuentas, en la fortaleza del hombre. Y claro, con el desarrollo espectacular que la Ciencia y la Técnica tuvieron en los siglos posteriores, nos creímos capaces de suplantar al mismo Dios: nos curábamos nuestras enfermedades, comíamos estupendamente (depende quién, habría que señalar...), y recibíamos una educación maravillosa. Pero las dos guerras mundiales nos hicieron caer en depresión, y nos dimos cuenta de que el hombre sólo sabía dirigirse hacia el abismo. Curiosamente, en la Postmodernidad que surgió tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial, esta angustia que surgió ante la visión de lo que el hombre era capaz de hacer a sus semejantes, a menudo no sirvió más que para aumentar la distancia de muchos respecto a Dios, ya que, ¿cómo un Dios bueno podía permitir semejantes atrocidades? Resulta muy llamativo que después de haber expulsado a Dios de nuestra sociedad, negáramos su existencia ante lo que el hombre, en buena parte ya ateo, o al menos alejado de Dios, había realizado.

¡Y qué decir del ser humano materialista de hoy en día! Este Capitalismo salvaje creemos que nos hace felices, así lo sentimos, pero esto es sólo una apariencia, ya que el hombre sigue vacío, y nada de lo que la Ciencia y el desarrollo económico le proporciona, puede calmar su angustia ante la inseguridad de la muerte, ante la posibilidad de que todo esto se acabe... ¿Hubo en alguna época de la Historia, tantas depresiones, desesperación y suicidios cómo en la actualidad? Y es que olvidamos que el hombre, desde sus más remotos orígenes, es un homo religious; nada nos dará la felicidad plena si nos alejamos de Dios. Su rechazo sólo nos llevará, de nuevo, a las catástrofes que ya nos trajo el ateísmo en el siglo XX. Como dijo San Agustín en sus Confesiones, Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descansa en ti.

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6 febrero 2011 7 06 /02 /febrero /2011 19:18

      Para analizar este controvertido tema, creo sinceramente que lo primero que debemos hacer es explicar en qué se fundamente la fe católica en el purgatorio, ya que los hermanos reformados suelen pensar que nos lo hemos sacado de la chistera, y que está más cerca de la brujería que de una fe evangélica pura, y ¡nada más lejos de la realidad!

     Comencemos viendo los textos bíblicos que sustentan este dogma:

     Mas aquél, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego (1Co 3, 15).

     Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convertía en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la Revelación de Jesucristo (1P 1, 6-7).

      Por otra parte, ya el Papa San Gregorio Magno (540-604) nos dejó relatada la creencia en que esta fe nuestra en el purgatorio está bien cimentada también en Mt 12, 31-32: "Por eso os digo: Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el HIjo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro".

     Comprendemos que estos tres textos no resulten completamente claros a todos los lectores -sobre todo los dos primeros-; pero hay uno que no deja lugar a dudas por su transparencia, y es el siguiente:

       Por eso mandó (Judas Macabeo) hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado (2M 12, 46). ¡La santa costumbre de orar por los difuntos! Como todos podemos observar, el versículo es difícil que dejara el asunto en mejor estado. Evidentemente, no tiene sentido realizar sacrificios para la salvación de muertos que ya estuvieran en el cielo. 

      ¿Cómo es posible entonces que los protestantes rechacen la doctrina del purgatorio? Pues en la sorprendente decisión de dejar a un lado, como libros no inspirados, siete obras del Antiguo Testamento, los llamados deuterocanónicos: Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, 1 y 2 Macabeos y Sabiduría. ¿Fue legítimo este expurgo que realizaron los protestentes en el canon de las Sagradas Escrituras? 

       Se suele decir que el canon hebreo de su Biblia, es decir, el Antiguo Testamento, apareció cuando los fariseos, tras la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. se reunieron alrededor de los años 80-90 en la ciudad de Jamnia, donde reordenaron todo el Judaísmo, convirtiéndose en la facción dominante. Este Concilio judío, en gran parte con fines anticristianos, estableció el canon de libros de origen divino, y rechazó los siete deuterocanónicos que ya mencionamos antes: Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, 1 y 2 Macabeos y Sabiduría. Pero esta es una verdad a medias, ya que fue una de las culminaciones de las distintas ramas de un proceso. Incluso hay autores que dudan de que en dicho Concilio se estableciera el Canon hebreo; así, el historiador Flavio Josefo, en el Contra Apión, a finales del siglo I d.C., se acerca bastante a la definición de Canon, pero no hace una referencia precisa; todo esto hace pensar a algunos investigadores que el Canon judíó no llegó a estar completamente cerrado hasta finales del siglo II. Además, no es menos cierto que ya los judíos, varios siglos antes, contaban con una colección de libros, que podríamos llamar Biblia, en la que muchas veces incluían esos libros deuterocanónicos. Es el caso de la traducción al griego llamada Biblia de los 70, o Septuaginta (traducción comenzada en el siglo III a.C. aproximadamente, que usaban los judíos que vivían en la diáspora, y que como Benedicto XVI nos ha explicado claramente, a pesar de sus errores de traducción, sirvió para que muchos paganos se acercaran a finales de la Edad Antigua a la fe del Dios de Israel, y tuvo un papel esencial en el nacimiento y la propagación del Cristianismo, o lo que es lo mismo, en la Historia de la Salvación), que como se ha podido comprobar, era la versión que usaron los apóstoles y autores del Nuevo Testamento; en éste aparecen alrededor de 350 citas del Antiguo Testamento, y de ellas, unas 300 encajan con dicha versión. Y siguiendo las palabras de Manuel de Tuya y José Salguero, No se dan en el Nuevo Testamento citas explícitas de los libros deuterocanónicos. Pero se encuentran frecuentes alusiones que demuestran que los autores neotestamentarios conocían los deuterocanónicos del Antiguo Testamento.

Vamos a poner un ejemplo, precisamente de una alusión que el Nuevo Testamento hace acerca de 2M  (el libro que tan límpidamente nos habla del purgatorio) aunque no se mencione la palabra, lo cual no tiene ninguna importancia:

(...); las mujeres recobraron resucitados a sus muertos (Hb 11, 35)

La referencia es a 2M 6, 18-7, 42.

¡Curioso que también Lutero rechazara la canonicidad de la Carta a los Hebreos, entre otras obras neotestamentarias, lo cual no fue ni aceptado por sus seguidores.

Y no es todo esto. Porque en la Iglesia Primitiva, durante los siglos I y II, no hubo apenas dudas acerca de la canonicidad de dichos libros deuterocanónicos; citan sus versículos de la misma forma en que citan los textos de los demás libros bíblicos: la Didajé, San Ignacio de Antioquía, el Papa San Clemente, la Epístola de Bernabé, el Pastor de Hermas, San Justino, Atenágoras, San Ireneo de Lyon. Todos éstos autores son del siglo I y del siglo II (San Ireneo murió en el año 202). No citan todos los libros deuterocanónicos, pero su alusión a algunos hace suponer que aceptaban la canonicidad de todos.

En los siglos III, IV y V, los autores muestran muchos más recelos hacia estas obras, como es el caso de San Jerónimo (+420), que a pesar de citar muchas veces a los deuterocanónicos, dudaba bastante de su canonicidad. También habría que contar entre dichos autores a San Atanasio (+373), San Cirilo de Jerusalén (+386), San Gregorio Nacianceno (+398), y San Rufino (+410). Pero que estos datos no nos lleven a confusión: la mayoría de los Padres de la Iglesia, fueran griegos o latino, de aquéllos siglos, valoraban a los deuterocanónicos como verdaderamente Palabra de Dios. Así, siguiendo con el trabajo de Manuel de Tuya y José Salguero, citaremos: San Basilio Magno (+379), San Gregorio de Nisa (+395), San Ambrosio (+396), San Juan Crisóstomo (+407), Orosio (+417 aprox.), San Agustín, (+430), San Cirilo de Alejandría (+444), Teodoreto de Ciro (+458), San León Magno (+461), San Isidoro de Sevilla (+636), a los que hay que añadir los Padres siríacos Afraates y San Efrén. Y no eran éstos los únicos...

Luego, a partir del siglo VI, la controversia vuelve a diluirse, y ya son escasos los que se opononen a la inclusión de los deuterocanónicos en el Canon: cabría destacar a San Gregrorio Magno, Papa (+604), San Juan Damasceno (+754), y Hugo de San Víctor (+1141). Pero como decimos, son sólo una minoría al lado de los autores que abogaban por la canocidad de estas obras.

Esto en cuanto a la obra de los Santos Padres, Doctores de la Iglesia, y otras de sus grandes personalidades. En cuanto a las declaraciones oficiales del magisterio de la Iglesia, todas las que conocemos han sido a favor de la canonicidad de los deuterocanónicos. La más antigua fue en el Concilio de Hipona del 393, que da canon completo de la Biblia, en el que se encuentran dichos libros; la misma "lista" de libros sagrados encontramos en el III y IV Concilio de Cartago (397 y 419). Los tres concilios que mencionamos fueron regionales, pero ya estamos hablando de decisiones oficiales dentro de la Iglesia Católica. Por su parte, el Papa Inocencio I incluyen el mismo canon en una carta que remite a San Exuperio, obispo de Tolosa, en el año 405. Todo este proceso culminó con los concilios de Florencia y de Trento. El primero, mediante un decreto de 1441, reafirmó el Canon de forma universal; y el segundo, a través de otro decreto de 1546, afirmó ya dogmáticamente el contenido del Canon, anatemizando a quien se opusiera a tal creencia.

Ahora, la pregunta es obligatoria y necesaria: si los mismos autores neotestamentarios usaban la Biblia de los 70, si la mayoría de las figuras de la Iglesia defendieron su canonicidad (¡recordemos que en los siglos I y II la unanimidad era casi completa!), y si todas las declaraciones magisteriales de la Madre Iglesia que conocemos optaron por aceptar la inclusión de los deuterocanónicos en el catálogo de libros sagrados, ¿a qué se debió la decisión de Lutero y los demás reformadores de rechazarlos (antes que él Carlostadio, más tarde Calvino...), haciendo caso omiso a lo que la Iglesia había dicho hasta entonces? Todo indica que Lutero no concibió sus teorías reformadoras a partir del análisis completo de las Sagradas Escrituras tal y como habían llegado a sus días a través de la tradición de la Iglesia, sino que fue a partir de sus ideas acerca de la Justificación por la fe, el Purgatorio, el culto a María y a los santos, la jerarquía eclesiástica, cuando decidió qué textos podían pertenecer al Canon y cuáles no. Ahí, evidentemente, libros como 2M, que afirman la creencia en el Purgatorio, en la intercesión de los santos, etc., chocaban estrepitosamente con sus pensamientos. Y eso, en un hombre que defendía como base de la fe, solamente la Escritura, ¿no resulta muy contradictorio, hermanos? ¿Qué opináis?

 

 

Bibliografía:

Introducción a la Biblia, Tomo I. Manuel de Tuya-José Salguero. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1967, versión electrónica.

Jesús de Nazaret. Primera parte: Desde el Bautismo hasta la Transfiguración. Joseph Ratzinger. La Esfera de los Libros, Madrid, 2007.

Discurso en la Universidad de Ratisbona: Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones. Benedicto XVI, 2006.

Catecismo de la Iglesia Católica, versión electrónica.

El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana. Pontificia Comisión Bíblica, www.vatican.va, 1993.

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15 enero 2011 6 15 /01 /enero /2011 21:24

Tema controvertido éste, sobre todo en nuestra relación con las Comunidades Protestantes, que no admiten la veneración de imágenes, amparándose en los pasajes de varios libros del Antiguo Testamento, en los que se muestra la prohibición de Yahveh de hacer imágenes de la divinidad o de cualquier otro ser. Por ejemplo, leemos en el libro del Éxodo, cuando Yahveh le da al pueblo elegido el Decálogo de los mandamientos: No habrá para ti otros dioses delante de mí./ No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra./ No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso (...) (Ex 20, 3-5). ¿Entonces, cuando los católicos rendimos culto a las imágenes de Cristo, de la Virgen o de los Santos, estamos incurriendo en la prohibición que Dios mismo dio a su pueblo? Podemos decir que no.

Para entender bien este asunto, debemos tener en cuenta el concepto de la divinidad del antiguo (y también el moderno, vaya) pueblo de Israel, fruto de la etapa de la Historia de la Salvación en la que se encontraban. Dios, Yahveh, se le había revelado a Moisés en el episodio de la zarza, en Monte Horeb, como Yo soy el que soy  (Ex 3, 14), que es el significado de Yahveh, YHWH. Yo soy el que soy; es una bella manera de revelarle a Moisés, y por ende a todo el pueblo israelita, su nombre (los amantes del manga japonés, que lean la obra Monster, de Naoki Urasawa, y tal vez les ayude esto a entender la importancia que tiene el nombre en la sociedad), pero de forma que la inmensa distancia entre Él y el género humano sigue manifiesta, continúa impuesto el velo que los separa. Dios no se rebaja a darse un nombre vulgar, como el de tantas y tantas divinidades que rodeaban en otras civilizaciones al pueblo judío. Así, cuando Moisés le pide que le deje ver su gloria, en le monte,  esto nos cuentan las Sagradas Escrituras:  Él le contestó: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahveh; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia". Y añadió: "Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo". Luego dijo Yahveh: "Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver" (Ex 33, 19-23). El Santo Padre nos ha explicado adecuadamente en el primer volumen de Jesús de Nazaret el significado de este pasaje; Dios sigue siendo totalmente trascendente, permanece el abismo entre Él y nosotros, a pesar de que Israel disfruta de la cercanía de Dios como ningún otro pueblo. He ahí el motivo por el cual prohíbe la realización de imágenes y su culto: el hombre no puede abarcar con sus manos el grandísimo misterio de lo divino.

Pero cuando el Hijo de Dios, Dios mismo, se hace hombre, uno de los nuestros, la Historia de la Salvación entra en su fase más importante, en su culminación. El Señor ha saltado el precipicio que lo separaba de su criatura, por puro amor. Viene en su busca, cumpliendo su promesa revelada por los profetas. Ya no es Aquél a quien no conocemos, intangible. Ha tomado nuestra carne, lo hemos tocado, hemos hablado con Él, reído con Él, y hemos visto el sufrimiento que en cuerpo y alma padeció por culpa de nuestros pecados. El Hijo nos ha dado a conocer al Padre; (...) nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (Mt 11, 27). Por tanto, cuando hacemos una imagen, ya no la hacemos de Aquél que es totalmente diferente a nosotros, sino al mismo Dios que se nos ha dado a conocer como Alguien de nuestro linaje. Y como bien nos recuerda otra vez Benedicto XVI, este es el argumento que hizo a los cristianos venerar a las sagradas imágenes, teniendo su máximo representante en San Juan Damasceno (tránsito del siglo VII al VIII), quien argumentó que con al Encarnación de Cristo, la carne, y por ende toda la materia, había experimentado una diginificación total, de forma que era completamente legítimo hacer no sólo imágenes de Dios, sino también de todos los santos y de su Santísima Madre; dejándonos claro que en ellas no está el alma de ninguno de ellos, y que sólo Dios mismo puede ser objeto de adoración, nunca la imagen, que en todo caso sería venerada. Finalmente, la línea defendida por San Juan Damasceno fue la que se impuso en el seno de la Iglesia, y aprobada por el Segundo Concilio de Nicea, del año 787.

Por tanto, no tengamos miedo; podemos venerar, siempre que no incurramos en excesos, las imágenes que nos acompañan en nuestro caminar por el culto a Cristo, la Virgen María, y nuestros hermanos los santos.

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