Para analizar este controvertido tema, creo sinceramente que lo primero que debemos hacer es explicar en qué se fundamente la fe católica en el purgatorio, ya que los hermanos reformados suelen pensar que nos lo hemos sacado de la chistera, y que está más cerca de la brujería que de una fe evangélica pura, y ¡nada más lejos de la realidad!
Comencemos viendo los textos bíblicos que sustentan este dogma:
Mas aquél, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego (1Co 3, 15).
Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convertía en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la Revelación de Jesucristo (1P 1, 6-7).
Por otra parte, ya el Papa San Gregorio Magno (540-604) nos dejó relatada la creencia en que esta fe nuestra en el purgatorio está bien cimentada también en Mt 12, 31-32: "Por eso os digo: Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el HIjo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro".
Comprendemos que estos tres textos no resulten completamente claros a todos los lectores -sobre todo los dos primeros-; pero hay uno que no deja lugar a dudas por su transparencia, y es el siguiente:
Por eso mandó (Judas Macabeo) hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado (2M 12, 46). ¡La santa costumbre de orar por los difuntos! Como todos podemos observar, el versículo es difícil que dejara el asunto en mejor estado. Evidentemente, no tiene sentido realizar sacrificios para la salvación de muertos que ya estuvieran en el cielo.
¿Cómo es posible entonces que los protestantes rechacen la doctrina del purgatorio? Pues en la sorprendente decisión de dejar a un lado, como libros no inspirados, siete obras del Antiguo Testamento, los llamados deuterocanónicos: Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, 1 y 2 Macabeos y Sabiduría. ¿Fue legítimo este expurgo que realizaron los protestentes en el canon de las Sagradas Escrituras?
Se suele decir que el canon hebreo de su Biblia, es decir, el Antiguo Testamento, apareció cuando los fariseos, tras la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. se reunieron alrededor de los años 80-90 en la ciudad de Jamnia, donde reordenaron todo el Judaísmo, convirtiéndose en la facción dominante. Este Concilio judío, en gran parte con fines anticristianos, estableció el canon de libros de origen divino, y rechazó los siete deuterocanónicos que ya mencionamos antes: Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, 1 y 2 Macabeos y Sabiduría. Pero esta es una verdad a medias, ya que fue una de las culminaciones de las distintas ramas de un proceso. Incluso hay autores que dudan de que en dicho Concilio se estableciera el Canon hebreo; así, el historiador Flavio Josefo, en el Contra Apión, a finales del siglo I d.C., se acerca bastante a la definición de Canon, pero no hace una referencia precisa; todo esto hace pensar a algunos investigadores que el Canon judíó no llegó a estar completamente cerrado hasta finales del siglo II. Además, no es menos cierto que ya los judíos, varios siglos antes, contaban con una colección de libros, que podríamos llamar Biblia, en la que muchas veces incluían esos libros deuterocanónicos. Es el caso de la traducción al griego llamada Biblia de los 70, o Septuaginta (traducción comenzada en el siglo III a.C. aproximadamente, que usaban los judíos que vivían en la diáspora, y que como Benedicto XVI nos ha explicado claramente, a pesar de sus errores de traducción, sirvió para que muchos paganos se acercaran a finales de la Edad Antigua a la fe del Dios de Israel, y tuvo un papel esencial en el nacimiento y la propagación del Cristianismo, o lo que es lo mismo, en la Historia de la Salvación), que como se ha podido comprobar, era la versión que usaron los apóstoles y autores del Nuevo Testamento; en éste aparecen alrededor de 350 citas del Antiguo Testamento, y de ellas, unas 300 encajan con dicha versión. Y siguiendo las palabras de Manuel de Tuya y José Salguero, No se dan en el Nuevo Testamento citas explícitas de los libros deuterocanónicos. Pero se encuentran frecuentes alusiones que demuestran que los autores neotestamentarios conocían los deuterocanónicos del Antiguo Testamento.
Vamos a poner un ejemplo, precisamente de una alusión que el Nuevo Testamento hace acerca de 2M (el libro que tan límpidamente nos habla del purgatorio) aunque no se mencione la palabra, lo cual no tiene ninguna importancia:
(...); las mujeres recobraron resucitados a sus muertos (Hb 11, 35)
La referencia es a 2M 6, 18-7, 42.
¡Curioso que también Lutero rechazara la canonicidad de la Carta a los Hebreos, entre otras obras neotestamentarias, lo cual no fue ni aceptado por sus seguidores.
Y no es todo esto. Porque en la Iglesia Primitiva, durante los siglos I y II, no hubo apenas dudas acerca de la canonicidad de dichos libros deuterocanónicos; citan sus versículos de la misma forma en que citan los textos de los demás libros bíblicos: la Didajé, San Ignacio de Antioquía, el Papa San Clemente, la Epístola de Bernabé, el Pastor de Hermas, San Justino, Atenágoras, San Ireneo de Lyon. Todos éstos autores son del siglo I y del siglo II (San Ireneo murió en el año 202). No citan todos los libros deuterocanónicos, pero su alusión a algunos hace suponer que aceptaban la canonicidad de todos.
En los siglos III, IV y V, los autores muestran muchos más recelos hacia estas obras, como es el caso de San Jerónimo (+420), que a pesar de citar muchas veces a los deuterocanónicos, dudaba bastante de su canonicidad. También habría que contar entre dichos autores a San Atanasio (+373), San Cirilo de Jerusalén (+386), San Gregorio Nacianceno (+398), y San Rufino (+410). Pero que estos datos no nos lleven a confusión: la mayoría de los Padres de la Iglesia, fueran griegos o latino, de aquéllos siglos, valoraban a los deuterocanónicos como verdaderamente Palabra de Dios. Así, siguiendo con el trabajo de Manuel de Tuya y José Salguero, citaremos: San Basilio Magno (+379), San Gregorio de Nisa (+395), San Ambrosio (+396), San Juan Crisóstomo (+407), Orosio (+417 aprox.), San Agustín, (+430), San Cirilo de Alejandría (+444), Teodoreto de Ciro (+458), San León Magno (+461), San Isidoro de Sevilla (+636), a los que hay que añadir los Padres siríacos Afraates y San Efrén. Y no eran éstos los únicos...
Luego, a partir del siglo VI, la controversia vuelve a diluirse, y ya son escasos los que se opononen a la inclusión de los deuterocanónicos en el Canon: cabría destacar a San Gregrorio Magno, Papa (+604), San Juan Damasceno (+754), y Hugo de San Víctor (+1141). Pero como decimos, son sólo una minoría al lado de los autores que abogaban por la canocidad de estas obras.
Esto en cuanto a la obra de los Santos Padres, Doctores de la Iglesia, y otras de sus grandes personalidades. En cuanto a las declaraciones oficiales del magisterio de la Iglesia, todas las que conocemos han sido a favor de la canonicidad de los deuterocanónicos. La más antigua fue en el Concilio de Hipona del 393, que da canon completo de la Biblia, en el que se encuentran dichos libros; la misma "lista" de libros sagrados encontramos en el III y IV Concilio de Cartago (397 y 419). Los tres concilios que mencionamos fueron regionales, pero ya estamos hablando de decisiones oficiales dentro de la Iglesia Católica. Por su parte, el Papa Inocencio I incluyen el mismo canon en una carta que remite a San Exuperio, obispo de Tolosa, en el año 405. Todo este proceso culminó con los concilios de Florencia y de Trento. El primero, mediante un decreto de 1441, reafirmó el Canon de forma universal; y el segundo, a través de otro decreto de 1546, afirmó ya dogmáticamente el contenido del Canon, anatemizando a quien se opusiera a tal creencia.
Ahora, la pregunta es obligatoria y necesaria: si los mismos autores neotestamentarios usaban la Biblia de los 70, si la mayoría de las figuras de la Iglesia defendieron su canonicidad (¡recordemos que en los siglos I y II la unanimidad era casi completa!), y si todas las declaraciones magisteriales de la Madre Iglesia que conocemos optaron por aceptar la inclusión de los deuterocanónicos en el catálogo de libros sagrados, ¿a qué se debió la decisión de Lutero y los demás reformadores de rechazarlos (antes que él Carlostadio, más tarde Calvino...), haciendo caso omiso a lo que la Iglesia había dicho hasta entonces? Todo indica que Lutero no concibió sus teorías reformadoras a partir del análisis completo de las Sagradas Escrituras tal y como habían llegado a sus días a través de la tradición de la Iglesia, sino que fue a partir de sus ideas acerca de la Justificación por la fe, el Purgatorio, el culto a María y a los santos, la jerarquía eclesiástica, cuando decidió qué textos podían pertenecer al Canon y cuáles no. Ahí, evidentemente, libros como 2M, que afirman la creencia en el Purgatorio, en la intercesión de los santos, etc., chocaban estrepitosamente con sus pensamientos. Y eso, en un hombre que defendía como base de la fe, solamente la Escritura, ¿no resulta muy contradictorio, hermanos? ¿Qué opináis?
Bibliografía:
Introducción a la Biblia, Tomo I. Manuel de Tuya-José Salguero. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1967, versión electrónica.
Jesús de Nazaret. Primera parte: Desde el Bautismo hasta la Transfiguración. Joseph Ratzinger. La Esfera de los Libros, Madrid, 2007.
Discurso en la Universidad de Ratisbona: Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones. Benedicto XVI, 2006.
Catecismo de la Iglesia Católica, versión electrónica.
El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana. Pontificia Comisión Bíblica, www.vatican.va, 1993.