Solemos diferenciar entre conocimiento sensible y conocimiento racional, causa de todas las disputas entre racionalistas (sólo la razón puede proporcionar un verdadero conocimiento -Descartes-) y empiristas (el auténtico saber sólo llega a través de la percepción sensorial -Hume y Locke-); pero esta distinción, posiblemente debida a la definición latina del hombre como animal rationale, no es adecuada, ya que en el conocimiento humano (separado del meramente animal) también participa su percepción sensorial. Si somos fieles al término griego, heredado de Aristóteles, zoon logon echein, sería más preciso decir que el hombre es el animal que tiene sensibilidad y logos, razón. Pero es que además logos no sólo significa razón, sino también discurso, palabra; así, el hombre es el animal sensible que puede dar cuenta, responder ante los demás.
De lo anterior sacamos una mejor definición de lo que es esencial para el ser humano en cuanto ser humano: su meta es la libertad; pero ahora bien, no hay libertad sin responsabilidad, sin el dar cuenta a los demás miembros de la sociedad. En estos tiempos actuales, en los que caemos en la tentación de quedarnos sólo con una parte de la libertad, es decir, con la que hace referencia a los derechos, dejando a un lado la necesidad de responder a unos deberes, hay que sacar a colación las palabras del pensador vienés de origen judío V. Frankl (1905-1998), que tras sufrir la persecución nazi y pasar por los campos de Auschwitz y Dachau, nos dejó escrito lo siguiente: “En las situaciones extremas somos conscientes de que la vida tiene un sentido único y que en cada momento nos ofrece la oportunidad, también única, de hacer algo que valga la pena. Una de las lecciones más importantes que aprendí en el campo fue que sólo quienes estaban orientados hacia una tarea que les esperaba, hacia una misión que tenían que cumplir en la vida, demostraban mayor capacidad de sobrevivir. Cuando hay un porqué para vivir se aguanta también cualquier cómo”. En este sentido, Frankl opinaba que lo más importante en el hombre era su dimensión trascendente, su capacidad de mantener un sentido sobrenatural que explique todo lo que hacemos, nuestra vida al completo. Pero cuando el ser humano no atiende a esta necesidad, cae enfermo y entra en la angustia, que según el autor de origen judío (y no estaba equivocado) era la enfermedad clásica de los tiempos modernos. El hombre, olvidándose de la tradición, y más concretamente, de Dios, sólo se mira a sí mismo, y olvida que la libertad, además de derechos, conlleva siempre unos deberes; de esta forma, sentencia: “la esencia misma de la existencia humana está en la capacidad de ser responsables”. Por tanto, la felicidad no se debe buscar de forma directa, ya que únicamente nos llegaría tras haber entregado nuestra misma vida a favor de una causa que mereciera la pena.[1]
Este es uno de los verdaderos dramas del mundo actual. El hombre, separado de su capacidad de trascendencia, de la posibilidad que tiene de llegar a las verdades metafísicas, ha banalizado el concepto de libertad hasta extremos increíbles. Un claro ejemplo de esta desvirtuación del valor de la libertad lo tenemos en J.P. Sartre, filósofo francés que defendía una visión de la libertad como la meta ineludible del hombre; “estamos condenados a la libertad”, nos decía el autor franco. Y ciertamente tenía razón, pero se le olvidaba, siguiendo las premisas que debe seguir la meta humana según Kant, que ésta no puede ser discrecional, no, pero tampoco necesaria. El recientemente fallecido filósofo jesuita Albert Keller explica muy bien cómo se puede dar esta posibilidad cuando afirma que podemos hacer todas las cosas posibles, actuando de forma libre, pero no siempre con la misma libertad, ya que en nuestra actuación existe una graduación, y según sea mayor la determinación que nos provoquen otros elementos, y el interés que nosotros pongamos en la cuestión (aspecto importante éste, ya que es en la relación con los demás cuando ponemos toda la carne en el asador a la hora de usar nuestra libertad), así será el nivel de nuestro libre actuar. Además, el filósofo existencialista (Sartre) concebía esta libertad fuera de Dios, centrándose en el hombre solamente; así, se olvidaba de la capacidad trascendente del ser humano, y a su vez, de la obligatoriedad de cumplir con unos deberes como contraprestación a la existencia de unos derechos. “El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de su existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él hace”. También sentencia en otro momento: “(…) todo está permitido si Dios no existe, y en consecuencia está el hombre abandonado, porque no encuentra en sí ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse… El hombre está condenado a ser libre.” Pero es una libertad absoluta que no acepta la existencia de una ley natural emanada de Dios; esos valores que rigen el mundo sólo podrían ser establecidos por la vía del consenso, encaminados a la tolerancia;[2] pero por desgracia, ya sabemos lo que el hombre puede realizar cuando se olvida de Dios e intenta ser fuente y meta de valores por él solo. Y es que sin la Verdad, la libertad pierde su razón de ser, yerra en su caminar.
No olvidemos los cristianos cuál es la auténtica Verdad, la única, la que puede dar sentido a la existencia, a la historia del hombre, y la que da vida eterna. Que no nos pase como a Pilatos, que delante de Ella, aún la buscaba.
[1] Cf Sayés, J.A., Principios filosóficos del Cristianismo, pp. 61-62, URL: www.obracultural.org.
[2] Cf ibid, pp. 62-63.