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11 agosto 2011 4 11 /08 /agosto /2011 23:09

    

Solemos diferenciar entre conocimiento sensible y conocimiento racional, causa de todas las disputas entre racionalistas (sólo la razón puede proporcionar un verdadero conocimiento -Descartes-) y empiristas (el auténtico saber sólo llega a través de la percepción sensorial -Hume y Locke-); pero esta distinción, posiblemente debida a la definición latina del hombre como animal rationale, no es adecuada, ya que en el conocimiento humano (separado del meramente animal) también participa su percepción sensorial. Si somos fieles al término griego, heredado de Aristóteles, zoon logon echein, sería más preciso decir que el hombre es el animal que tiene sensibilidad y logos, razón. Pero es que además logos no sólo significa razón, sino también discurso, palabra; así, el hombre es el animal sensible que puede dar cuenta, responder ante los demás.

De lo anterior sacamos una mejor definición de lo que es esencial para el ser humano en cuanto ser humano: su meta es la libertad; pero ahora bien, no hay libertad sin responsabilidad, sin el dar cuenta a los demás miembros de la sociedad. En estos tiempos actuales, en los que caemos en la tentación de quedarnos sólo con una parte de la libertad, es decir, con la que hace referencia a los derechos, dejando a un lado la necesidad de responder a unos deberes, hay que sacar a colación las palabras del pensador vienés de origen judío V. Frankl (1905-1998), que tras sufrir la persecución nazi y pasar por los campos de Auschwitz y Dachau, nos dejó escrito lo siguiente: “En las situaciones extremas somos conscientes de que la vida tiene un sentido único y que en cada momento nos ofrece la oportunidad, también única, de hacer algo que valga la pena. Una de las lecciones más importantes que aprendí en el campo fue que sólo quienes estaban orientados hacia una tarea que les esperaba, hacia una misión que tenían que cumplir en la vida, demostraban mayor capacidad de sobrevivir. Cuando hay un porqué para vivir se aguanta también cualquier cómo”. En este sentido, Frankl opinaba que lo más importante en el hombre era su dimensión trascendente, su capacidad de mantener un sentido sobrenatural que explique todo lo que hacemos, nuestra vida al completo. Pero cuando el ser humano no atiende a esta necesidad, cae enfermo y entra en la angustia, que según el autor de origen judío (y no estaba equivocado) era la enfermedad clásica de los tiempos modernos. El hombre, olvidándose de la tradición, y más concretamente, de Dios, sólo se mira a sí mismo, y olvida que la libertad, además de derechos, conlleva siempre unos deberes; de esta forma, sentencia: “la esencia misma de la existencia humana está en la capacidad de ser responsables”. Por tanto, la felicidad no se debe buscar de forma directa, ya que únicamente nos llegaría tras haber entregado nuestra misma vida a favor de una causa que mereciera la pena.[1]

Este es uno de los verdaderos dramas del mundo actual. El hombre, separado de su capacidad de trascendencia, de la posibilidad que tiene de llegar a las verdades metafísicas, ha banalizado el concepto de libertad hasta extremos increíbles. Un claro ejemplo de esta desvirtuación del valor de la libertad lo tenemos en J.P. Sartre, filósofo francés que defendía una visión de la libertad como la meta ineludible del hombre; “estamos condenados a la libertad”, nos decía el autor franco. Y ciertamente tenía razón, pero se le olvidaba, siguiendo las premisas que debe seguir la meta humana según Kant, que ésta no puede ser discrecional, no, pero tampoco necesaria. El recientemente fallecido filósofo jesuita Albert Keller explica muy bien cómo se puede dar esta posibilidad cuando afirma que podemos hacer todas las cosas posibles, actuando de forma libre, pero no siempre con la misma libertad, ya que en nuestra actuación existe una graduación, y según sea mayor la determinación que nos provoquen otros elementos, y el interés que nosotros pongamos en la cuestión (aspecto importante éste, ya que es en la relación con los demás cuando ponemos toda la carne en el asador a la hora de usar nuestra libertad), así será el nivel de nuestro libre actuar. Además, el filósofo existencialista (Sartre) concebía esta libertad fuera de Dios, centrándose en el hombre solamente; así, se olvidaba de la capacidad trascendente del ser humano, y a su vez, de la obligatoriedad de cumplir con unos deberes como contraprestación a la existencia de unos derechos. “El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de su existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él hace”. También sentencia en otro momento: “(…) todo está permitido si Dios no existe, y en consecuencia está el hombre abandonado, porque no encuentra en sí ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse… El hombre está condenado a ser libre.” Pero es una libertad absoluta que no acepta la existencia de una ley natural emanada de Dios; esos valores que rigen el mundo sólo podrían ser establecidos por la vía del consenso, encaminados a la tolerancia;[2] pero por desgracia, ya sabemos lo que el hombre puede realizar cuando se olvida de Dios e intenta ser fuente y meta de valores por él solo. Y es que sin la Verdad, la libertad pierde su razón de ser, yerra en su caminar.

No olvidemos los cristianos cuál es la auténtica Verdad, la única, la que puede dar sentido a la existencia, a la historia del hombre, y la que da vida eterna. Que no nos pase como a Pilatos, que delante de Ella, aún la buscaba.


[1] Cf Sayés, J.A., Principios filosóficos del Cristianismo, pp. 61-62, URL: www.obracultural.org.

[2] Cf ibid, pp. 62-63.

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8 agosto 2011 1 08 /08 /agosto /2011 20:49

 

Otro concepto sin el que no se puede entender la visión cristiana de la Filosofía, y mucho menos en San Agustín, es el de Historia. La cultura griega, que desconocía los conceptos de creación, y de fin de la Historia, a pesar de sus progresos en dicha ciencia, y aunque a algunos les duela reconocerlo, no poseía verdaderamente un sentido de la Historia. Éste lo proporcionó el Cristianismo (heredado del Antiguo Israel), que con su idea de un mundo que tuvo un comienzo, y que camina hacia un final, le dio a la Historia una visión lineal. Como dijo H.I. Marrou, en su Theólogie de l´historie, “para poder responder con seriedad a la pregunta: ¿cuál es el sentido de la historia, sería necesario poder abarcar con una sola mirada la totalidad de lo que ha pasado, de lo que pasa y de lo que pasará. Haría falta ser Dios”. Y ciertamente que esta mirada la proporcionaron la fe en Cristo y la aceptación de su Revelación; el tiempo sería ordenado en torno al Nacimiento de Jesucristo.[1]

 Esta centralidad de la Revelación en la Historia constituye el núcleo de La Ciudad de Dios. En dicha obra, el obispo de Hipona, haciendo frente a la visión cíclica que del devenir histórico tenía el mundo griego, y al concepto de destino que lo impregnaba, nos habla de un primer tiempo anterior a la caída por el pecado, un segundo tiempo de perdición, debido a dicha caída, y un tercero, el de la Redención, en el cual el hombre tiene la posibilidad de progresar hacia la perfección gracias al don de Dios (aquí están otros dos principios fundamentales en san Agustín, gracia y libre albedrío). La Ciudad de Dios, no sería tanto un tratado que reflejara cómo podía instalarse un poder temporal cristiano en el mundo, sino la diferenciación entre dos ciudades: por una parte, la terrenal, que por la negación de Cristo causaba el mal, y por otra, la celestial, que camina hacia la eternidad, hacia la definitiva incorporación a Cristo: “Dos amores hicieron dos ciudades. El amor a sí mismo hasta el olvido de Dios hizo la ciudad terrestre; el amor a Dios hasta el olvido de sí mismo hizo la ciudad celeste” (De Civitate Dei, XIV, 28). Por tanto, en el pensamiento cristiano, y especialmente en San Agustín, la Historia es Historia de salvación; no tendremos un verdadero sentido de ella si no la trascendemos.[2]

 



[1] Cf. Martínez Porcell, Joan, El Sentido de la historia en San Agustín, URL: www.mercaba.org.

[2] Cf Ibid.

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5 agosto 2011 5 05 /08 /agosto /2011 14:50

          El período de la Historia de España que comprende el Reino Visigodo (desde el siglo V hasta el año 711), que es cuando auténticamente nace España como entidad política independiente y completamente unificada, ha sido vilipendiado en los últimos tiempos por la historiografía de nuestro país. Se habla mucho y bien del período de dominanción musulmana, de la "Civilización de Al-Andalus" (como se llamaba una asignatura de la Licenciatura de Historia en la Universidad de Málaga -quiero recordar que optativa-), pero no se recuerda que el Reino Visigodo era el estado más floreciente del occidente cristiano cuando acaeció la conquista musulmana. A partir de la unificación social -matrimonios mixtos- y religiosa bajo los reinados de Leovigildo (572-586) y Recaredo (se convirtió al Catolicismo en el 589 -no olvidemos que mientras la población hispano-romana era católica, la élite visigoda profesaba la herejía arriana) respectivamente, y la aparición del Liber Iudiciorum, con la consiguiente unificación jurídica entre el derecho romano y el germánico, (en el 654, reinando Recesvinto) la fuerza del reino se hizo creciente, al menos en lo concerniente al legado cultural y religioso.

          ¡Qué decir de figurar como el obispo San Isidoro de Sevilla (560-636) -y su hermano San Leandro-, o de San Braulio de Zaragoza, dos grandes Padres de la Iglesia! El primero fue autor de las famosas Etimologías, una de las obras más reproducidas a lo largo de la Edad Media, y defensor de existencia de una nueva realidad: España. El segundo, San Braulio, obispo de Zaragoza (discípulo de San Isidoro y muerto en el 651) colaboró trancendentalmente en la elaboración del Liber Iudiciorum, y escribió una biografía de San Millán, otro personaje ilustre proporcionado por la Iglesia española en el período visigodo.

          También merece un recuerdo el grandísimo arzobispo de Toledo San Ildefonso (600-667), cantor como pocos de la virginidad perpetua de la Madre del Señor en su obra De la perpetua virginidad de santa María.

          Por último, mencianar al obispo Tajón, quien puso las bases del género teológico de las summas.

          ¡Coloquemos a este perído de nuestra historia nacional y de la historia de la Iglesia en el lugar que le corresponde!

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4 agosto 2011 4 04 /08 /agosto /2011 01:21

     Analicemos ahora un nuevo aspecto de la exégesis evangélica que nos hace reafirmarnos en nuestra creencia en la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el pan y el vino eucarísticos. ¿No serían palabras con un sentido figurado las que expresó Cristo?, se preguntan algunos. Los tres posts anteriores dejan claro que no, pero hay un elemento más que aunque no puede usarse como un argumento determinante, sí decanta la cuestión. Si observamos todos los pasajes en que Cristo habla simbólicamente, o expone alguan parábola, el sentido simbólico o figurado queda siempre claro; en cambio, en los cuatro relatos de la insitución de la Eucaristía, no ocurre así: ¿por qué no se añadió ningua aclaración si los mismos evangelistas y Pablo sabían que la Iglesia naciente interpretaría de forma literal las palabras de Cristo? El mismo San Ignacio de Antioquía (30-35/107), discípulo de San Juan Evangelista, defendía la presencia real de Cristo en la Eucaristía en fecha tan temprana. Esto encaja, además, mejor como hecho histórico si recibió esas mismas enseñanzas, por qué no, de San Juan. Digamos que todo el contexto es más comprensible si consideramos que Cristo quiso quedarse verdaderemente presente, de forma real aunque velada, en la Eucaristía.

      ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

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1 agosto 2011 1 01 /08 /agosto /2011 13:41

        Veamos ahora otro pasaje de 1Co que nos muestra, aunque de manera velada, cómo los primeros apóstoles (en este caso San Pablo), siendo fieles a las palabras de Cristo en la institución del Sacramento, consideraron verdaderamente que en el Pan y en el Vino estaba realmente presente Nuestro Señor; son los versículos 27-29 del capítulo 11, tras el relato de la institución legado por San Pablo (cuyo origen estaba en la tradición jerosimilitana, evidentemente); en este fragmento San Pablo llama la atención de la comunidad corintia porque antes de la Eucaristía, cada uno comía en la Asamblea por su parte, no compartiendo los ricos con los pobres, y avisa de la peligrosidad de esta actitud, ya que el Sacramento debe ir acompañado de la caridad:

        (...). Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor.

        Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo (...).

         Este aviso del Apóstol de los Gentiles remarca evidentemente la importancia del Santísimo Sacramento del Altar, ya que no veo verosímil que San Pablo advirtiera de aquélla forma tan severa a los corintios si no considerara que el Cuerpo y la Sangre de Cristo están realmentre presentes en el pan y el vino.      

       

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28 julio 2011 4 28 /07 /julio /2011 14:44

           Muchos dudan del carácter sacrificial de la Eucaristía; al menos, que sea más que un simple "recuerdo" del sacrificio que Cristo realizó para librarnos del pecado y darnos vida eterna. Para ello se basan en la Carta a los Hebreos, cuando ésta nos dice en el capítulo 9, 24-28:

            (...). Pues no penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para prensentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro, y no para ofrecerse a sí mismo repetidas veces al modo como el Sumo Sacerdote entra cada año en el santuario con sangre ajena. Para ello habría tenido que sufrir muchas veces desde la creación del mundo. Sino que se ha manifestado ahora una sola vez, en la plenitud de los tiempos, para la destrucción del pecado mediante su sacrificio. Y del mismo modo que está establecido que los hombres muera una sola vez, y luego el juicio, así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, se aparecerá por segunda vez sin relación ya con el pecado a los que le esperan para su salvación.

           Como vemos, la Carta a los Hebreos deja claro que el sacrificio de Cristo ocurrió una sola vez, para el perdón de nuestros pecados. Eso está claro; ¿pero hay alguna contradicción entre este pasaje y el verdadero carácter sacrificial de la Eucaristía? La Iglesia Católica siempre ha defendido que el sacrificio de Cristo no son muchos, sino uno sólo, pero que éste se actualiza por las mismas palabras de Cristo y la acción del Espíritu Santo en la Eucaristía. Ambas ideas no son ni mucho menos contradictorias; si analizamos la Sagrada Escritura correctamente, incluso esta misma Carta a los Hebreos, se observará claramente que no lo son. En su capítulo 10, 10-14, encontramos:

         (...) Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo.

          Y, ciertamente, todo sacerdote está en pie, día tras día, oficiando y ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar pecados. Él, por el contrario, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre, esperando desde entonces hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies. En efecto, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados (...).

          José Antonio Sayés ha incidido en que mientras a veces la Carta usa el término hapax para indicar que Cristo murió una sola vez (Hb 9, 26), otras veces emplea la palabra ephapax, que siginifica de una vez para siempre, para explicar el carácter definitivo del sacrificio de Cristo (Hb 10, 10). Y es que ciertamente, como indica el teólogo navarro, el sacrificio de Cristo queda "eternizado" al entrar en el santuario del cielo con la Ascensión. Este pensamiento queda claro en la Carta a los Hebreos. Cristo ofrece su sacrificio para siempre, para interceder por los hombres. Ya no hace falta repetir sacrificios todos los días, como en la Antigua Alianza (sacrificios que por otra parte, como dice el autor de la Carta, no servía para borrar nuestros pecados -Hb 10, 4-), porque Cristo ha ofrecido su Sangre de una vez para siempre; pero su poder no acaba nunca, sino que perdura: (...). Además, aquellos sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar. Pero éste posee un sacerdocio perpetuo porque permanece para siempre. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor.

          En relación con esta eternización del sacrificio redentor de Cristo a través de su Ascención, y con la expresión a la diestra de Dios -o muy similares- (p. ej.: Mt 22, 44, Hb 10, 12 y Hch 2, 34hay que sacar a colación las palabras de Benedicto XVI en el segundo tomo de su obra Jesús de Nazaret:

          El Nuevo Testamento -desde los Hechos de los Apóstoles hasta la Carta a los Hebreos-, haciendo referencia al Salmo 110, 1 describe el "lugar" al que Jesús se ha ido con una nube como un "sentarse" (o estar) a la derecha de Dios. ¿Que significa esto? Este modo de hablar no se refiere a un espacio cósmico lejano, en el que Dios, por decirlo así, habría erigido su trono y en el habría dado un puesto también a Jesús. Dios no está en un espacio junto a otros espacios. Dios es Dios. Él es el presupuesto y el fundamento de toda dimensión espacial existente, pero no forma parte de ella. La relación de Dios con todo lo que tiene espacio es la del Dios y Creador. Su presencia no es espacial, sino, precisamente, divina. Estar "sentado a la derecha de Dios" siginifica participar en la soberanía propia de Dios sobre todo espacio.

          Por ello los discípulos vuelven tan contentos a Jerusalén tras la Ascención de Cristo (Lc 24, 52-53); no están tristes por la desaparición "carnal" de Cristo, sino que se alegran tremendamente, porque saben que ahora Jesucristo, sentado a la derecha de Dios, como el Hijo de Dios que es, y por tanto soberano del tiempo y del espacio, estará siempre a su lado, hasta el fin de los tiempos, sobre todo en la Eucaristía.

 

            Y es que si nos ceñimos a los relatos que los tres evangelios sinópticos  y la Primera Carta a los Corintios de San Pablo nos han legado, el carácter sacrificial de la Eucaristía queda fuera de toda duda. Veamos por ejemplo el relato de la tradición jerosimilitanta, en su versión de 1Co 23-26-(recordar que los cuatro relatos de la instititución de la Eucaristía proceden de dos tradiciones diferentes -la tradición jerosimilitana, encontrada en los Evangelios de Marcos y Mateo, y la tradición antioquena, en el Evangelio de Lucas y en 1Co):

            Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío". Asimismo también la copa después de cenar diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío". Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga.

            Cierto es que el mandato de Cristo de que los discípulos celebraran el rito a partir de entonces, sólo lo encontramos en esta versión paulina, y en Lucas (influenciado por la versión de Pablo también y sólo en referencia al pan), pero las palabras de San Pablo están fuera de toda duda, ya que su relato de la institución es el más antiguo de los redactados (1Co es del año 56 aproximadamente), y porque él mismo aseveró la importancia que tenía el seguimiento estricto, casi literal (1Co 15, 1-2), de sus palabras en lo referente a su Credo (1Co 15, 3-8), y que podríamos hacer extensible al relato de la institución de la Eucaristía, ambos teniendo su fuente primera en Jerusalén. Pues con esta premisa que nos asegura la veracidad de las palabras, y su auténtica procedencia del mismo Cristo, y la certeza de que la Última Cena se enmarcó en el contexto de la cena de Pascua judía (independientemente de que como algunos autores afirman, entre ellos Benedicto XVI, no fuera una auténtica cena de Pascua -se celebró un día antes, por lo que no se podía seguir el mismo rito-, lo cual no le hace negar al Santo Padre, evidentemente, que Cristo se movía en el marco del concepto de la Pascua hebrea, fundando la Nueva Pascua -Nueva Alizanza- en su Sangre), está clarísimo que Nuestro Señor nos legó el mandato de que celebráramos el sello de la Nueva Alianza, el sacrificio que consumado en la cruz, adelantó sacramentalmente en la Última Cena. Pero como nos recuerda J.A. Sayés, para la mentalidad judía (y ciertamente también para los paganos) era inconcebible la celebración de un sacrificio sin la participación en la víctima, para lo cual era necesaria su presencia real: por ejemplo, en la cena pascual, el pueblo judío, al comer del cordero inmolado, participaba en la víctima; ahora, como Juan nos quiere hacer ver en su Evangelio, Cristo es el nuevo y definitivo Cordero inmolado para el perdón de los pecados: su presencia es necesaria para que haya un auténtico sacrificio (aunque estemos hablando de la actualización incruenta del único sacrificio realizado por Cristo de una vez para siempre).

 

          Pero hay otro fragmento bíblico que compara directamente la Eucaristía con los sacrificios paganos, enmarcando a aquélla en un contexto plenamente sacrificial. Se trata del texto paulino de 1Co 10, 14-22:

            Por eso, queridos, huid de la idolatría. Os hablo como a prudentes. Juzgad vosotros lo que digo. La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan. Fijaos en el Israel según la carne. Los que comen de las víctimas ¿no están acaso en comunión con el altar? ¿Qué digo, pues? ¿Que lo inmolado a los ídolos es algo? O ¿que los ídolos son algo? Pero si lo que inmolan los gentiles, ¡lo inmolan a los demonios y no a Dios! Y yo no quiero que entréis en comunión con los demonios. No podeís beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios. ¿O es que queremos provocar los celos del Señor? ¿Somos acaso más fuertes que Él?

            No lo puede dejar más claro San Pablo. En la Eucaristía, en la Mesa del Señor, celebramos el sacrificio de Nuestro Señor, con su consiguiente presencia real; además, entramos en comunión con Él. Evidentemente, se trata de la actualización sacramental e incruenta de su único sacrificio, ya que éste sólo se produjo de una vez para siempre, pero no por ello deja de ser menos real su estancia entre nosotros.

            ¡Cristo aumente nuestra fe en su presencia real en el Pan y el Vino consagrados!

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25 julio 2011 1 25 /07 /julio /2011 14:15

        Vamos a tratar ahora uno de los dogmas más polémicos (la verdad no sé por qué, ya que el Nuevo Testamento es bastante claro al respecto) en el credo de la Iglesia Católica, que es el de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en las especies del pan y del vino ofrecidas en la Eucaristía, defendida por la Iglesia Católica desde sus mismos orígenes -aunque el dogma de la Transubstanciación no fuera declarado oficialmente hasta el IV Concilio de Letrán de 1215, y reafirmado en Trento, ello no niega lo anterior-. Ciertamente, los cuatro relatos de la institución del santo sacramento (Mc 14, 22-25; Mt 26, 26-29; Lc 22, 19-20; 1Co 11, 23-26) no dejan lugar a dudas, pero debido al rechazo que algunos de nuestros hermanos reformados (no el común de los protestantes, ni mucho menos) presentan hacia dicha creencia, aún yendo en contra del pensamiento de Martín Lutero, que aunque no aceptaba el dogma de la Transubstanciación, no dudaba que Cristo verdaderamente estaba presente en la Eucaristía (él abogaba por la Consubstanciación, presencia a la vez de la substancia del Cuerpo de Cristo, y de las substancias del pan y del vino).

       En esta serie de posts en que trataré el tema, voy a usar argumentos de diversa índole; unas veces serán históricos, otras veces se situarán dentro del análisis lingüísitco (no sé si éste sería el término más adecuado); en unas ocasiones externos a los mismos relatos, y otras veces internos. Espero, si el Espíritu Santo me ilumina, poder mostrar la evidencia de que Cristo, mediante esas palabras de institución de la Eucaristía, verdaderamente quiso dejarnos su Cuerpo y su Sangre en las especies del pan y del vino como presencia permanente de Él entre nosotros, y no sólo encargarnos el memorial de su Pasión.

 

       Empecemos precisamente con la calificación de memorial que recibe la Eucaristía. Este término proviene del vocablo hebreo zikkarón, y hacía referencia a la característica de "recuerdo" que poseían las fiestas judías para la intervención salvadora que Dios había realizado en la historia del pueblo elegido. Así, por ejemplo, Yahveh había mandado a su pueblo que recordara de generación en generación, para siempre, la liberación de la esclavitud y su salida de Egipto mediante la celebración de la Pascua (Éx 12, 14). Pero este recuerdo-memorial (zikkarón), tal y como han señalado exegetas entre los que se encuentran José Antonio Sayés (doctor en Teología por la Universidad Gregoriana, y profesor de Teología Fundamental en la Facultad de Teología del Norte de España) o Gerardo Sánchez Mielgo, o.p. (catedático de Nuevo Testamento en la Facultad de Teología de Valencia), este término no aluda simplemente a un recuerdo de hechos que sucedieron en el pasado, sino que conlleva a su vez una actualización de la acción salvadora de Dios en medio de su pueblo. Por ello, la idea de que en el sacramento de la Eucaristía, la Nueva Pascua cristiana, en la que celebramos la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor, Él mismo se hace presente actualizando su sacrificio expiatorio, concuerda con la visión que el pueblo judío tenía de sus fiestas, entre ellas, la Pascua. Pero mucho ojo: con ello no quiero decir que en la Pascua hebrea el pueblo de Israel creyera que Dios se hacía presente de un modo tangible, en Cuerpo, Alma y Divinidad, tal y como ocurre en la Eucaristía; ellos ni siquiera tenían esa concepción en cuanto al Arca de la Alianza (además, para ellos, la Encarnación de Dios era algo que no podían ni imaginar a causa de su concepto totalmente trascendente del Creador). Lo que quiero decir es que ya el antiguo pueblo judío reconocía el valor actualizante del memorial de sus celebraciones, a través del cual los designios de Yahveh se volvían a hacer presentes en el hoy en favor de su pueblo, ayudándonos esto a entender no sólo la consideración católica de la actualización de la acción salvadora de Dios en el Santísimo Sacramento del Altar, sino la intervención directa de Dios en nuestra historia, en el día a día, a través de los siete sacramentos.

         Creo que esta vinculación con la Antigua Alianza de la Torá es necesaria indicarla como primer paso para la comprensión del profundo significado que Cristo quiso que la Eucaristía, la Nueva Alianza en su Cuerpo y en su Sangre, guardara para su Iglesia.

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22 julio 2011 5 22 /07 /julio /2011 20:58

       Decía la Madre Teresa de Calcuta que la alegría fue también la característica distintiva de los primeros cristianos. Durante la persecución, las gentes solían buscar a las personas cuyo semblante irradiaba alegría.

        Esta diferenciación en la vida de los seguidores de Cristo sólo se observaba en su conducta, no es sus costumbres ni vestimentas, como recuerda el autor anónimo de la Carta a Diogneto:

       (...)

       Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. 

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida.Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo.Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida.Los.judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad. 

        (...)

       Y ciertamente un rasgo que siempre ha ido de la mano de los cristianos es el de la alegría, aún llegada la hora del martirio. Como nos recuerda Benedicto XVI en su Encíclica Spe Salvis sólo quien posee fe en Dios puede mantener una auténtica esperanza; y con la esperanza viene la alegría. Sólo en el conocimiento de que Dios existe, y que es un Dios que perdona siempre en el infinito amor que nos tiene, amor tan grande que envió a su HIjo Único para que entregara su vida por el perdón de nuestros pecados; sólo en este conocimiento del Amor de Dios, considerando que no pierde ni un ápice de su justicia, que no dejará ni un vaso de agua fresca ofrecido por nostros al necesitado sin recompensa, podemos ver la historia y nuestro futuro con esperanza y alegría, con la seguridad de que seremos juzgados con amor, pero a la vez con plena justicia. Certeza que hemos adquirido a través de la Resurrección de Cristo, cuando el hombre descubrió su auténtica meta.

      Asignatura pendiente: ¡recuperemos la alegría de nuestra fe en Cristo!

        

      Fuentes:

      Madre Teresa de Calcuta; Escritos esenciales; Sal Terrae, Maliaño (Cantabria), 2002.

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19 julio 2011 2 19 /07 /julio /2011 21:19

            Aunque sea muy políticamente incorrecto, aún en nuestra España, que parece rechazar todo su pasado en cuanto éste es reflejo del fuerte espíritu religioso que ha impregnado nuestra historia, tenemos la obligación de recordarlo y estudiarlo convenientemente para saber cuáles son nuestras raíces, de dónde venimos, y así poder obtener conclusiones útiles de cara al futuro de nuestra nación.

            Nada más lejos de mi intención que atacar a los fieles de la religión islámica; no obstante, es justo reconocer que uno de los grandes logros de nuestra historia, junto al descubrimiento, colonización y evangelización de América, la fundación del Derecho Universal, o la contribución al desarrollo del pensamiento y las artes (por cierto, muy relacionado con nuestra fe católica), es el de haber logrado mantener a ralla a la civilización musulmana y evitar su asentamiento profundo en Europa (al menos en Europa Occidental). Habría que hablar aquí de la Reconquista, empresa épica impresionante por la que España, con sus diferentes reinos, logró expulsar a los musulmanes de la Península Ibérica tras casi 800 años de invasión. Pero nos centraremos ahora en la batalla de Lepanto, dentro del choque que en todo el siglo XVI se produjuo entre España y el Imperio Otomano.

            Pongámonos en situación: en 1571, año de la batalla de Lepanto, los turcos se habían hecho dueños de todo el Mediterráneo oriental, y hostigaban continuamente las costas de Europa Occidental a través de los corsarios berberiscos que para ellos "trabajaban". Tras la caída de Constantinopla en 1453, el Imperio Otomano se hizo dueña de los territorios balcánicos, y llegó incluso a presentarse ante las puertas de Viena, lo cual provocó que el Emperador Carlos V tuviera que acudir en su ayuda para romper el sitio. Evidentemente, ante este panorama, tanto España (que tenía posesiones en Italia) como las repúblicas de Venecia y Génova y el mismo Papado comprendieron el peligro que se cernía sobre sus tierras, además de las pérdidas comerciales que se estaban produciendo. España, la gran potencia católica de aquel entonces, capitaneada por Felipe II, y el Papa Pío V, intentaron formar una alianza para hacer frente al poderío turco, pero Venecia no vio claro la necesidad de la jugada hasta que los turcos conquistaron Chipre y atacaron su propio territorio en Italia. Finalmente, los cuatro estados sellaron su alianza y se pusieron manos a la obra.

           Pero aquí no había simplemente un interés político o económico. Al menos en lo que respecta a España y la Santa Sede, existía una clara percepción del peligro que el avance turco constituía para la misma supervivencia del cristianismo europeo. Mientras, las naciones europeas protestantes no quisieron secundar el llamamiento papal, y Francia, envidiosa del poderío español, siguió su línea procuró muy mucho no enemistarse con el Imperio Otomano. Se suele criticar mucho la actuación de la Iglesia Católica, sobre todo en siglos atrás, pero tan cierto como sus errores (que los ha habido, por supuesto) es que sólo ella, incluyendo a varias naciones católicas, sobre todo España, supo ver lo que se jugaba toda Europa en aquellos momentos.

          Finalmente, el 7 de octubre de 1571 -día de la Virgen del Rosario-, en las costas helénicas del Golfo de Lepanto, la flota cristiana, en la que participaron figuras militares tan excepcionales como los españoles don Juan de Austria (hermanastro del Rey Felipe II) y don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, gran marino como pocos en la historia, consiguió una impresionante victoria ante la fortísima armada turca. Cierto es que posteriormente las potencias católicas no supieron ponerse de acuerdo, y se desaprovechó una oportunidad única para atacar al Imperio Otomano, además de que éste recompuso rápidamente su flota; pero no hay que olvidar que a partir de ese 7 de octubre de 1571, las incursiones turcas en el Mediterráneo occidental menguaron, y el peligro de una invasión disminuyó en gran medida. No nos equivocamos al decir que la contienda que vieron las costas de Lepanto fue tan importante para la supervivencia de Europa, y por ende, para la civilización occidental -cristiana- tal y como la conocemos (con sus conceptos de razón, libertad...), como en su día la de Maratón (frenando la entrada de los persas en Grecia, que podría haber truncado todo el desarrollo de nuestra cultura -aún no existiendo todavía el mensaje cristiano, pero que también tiene en el mundo clásico parte de sus cimientos-), o el mismo Desembarco de Normandía. Por tanto, Miguel de Cervantes, participante en aquella batalla, la cual le costó la movilidad de uno de sus brazos, acertó plenamente cuando la describió como la más alta ocasión que vieron los siglos.

          Se cuenta que san Pío V, mientras celebraba la procesión del Rosario en Roma, tuvo una visión en la que contempló la victoria cristiana. Además, el triunfo de la armada europea se atribuyó a la intercesión de la Virgen gracias al rezo del Rosario por parte de los miembros de la flota antes de la batalla; fue por esta victoria que se añadió a las letanía lauretanas la advocación de Auxilio de los Cristianos.

         Como católicos y españoles, pues, estemos orgullosos de haber contribuido a la salvación del Cristianismo en nuestra vieja Europa.

 

          Fuentes:

          Esparza, José Javier; La gesta española; Áltera, Barcelona, 2007.

          Farrelly, Brian, O.P.; Génesis histórica y valor teológico pastoral del Rosario mariano, en Vida sobrenatural; San Esteban, Salamanca, septiembre-octubre 2002, nº. 623.

          

   

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13 julio 2011 3 13 /07 /julio /2011 23:10

         A lo largo de la historia de la Filosofía y del pensamiento religioso, la dualidad cuerpo-alma ha estado presente en todo momento. Pero esta dualidad ha originado más de una vez una visión bastante negativa del cuerpo, de lo material, pienso yo que motivada por los lazos que lo unen con el sufrimiento, el cansancio, el hambre... Han sido muchos las escuelas, corrientes y religiones que han mantenido esta visión. No hay más que pensar en el Budismo, o sin ir más lejos, a pensamientos filosóficos clásicos como el Platonismo o el Neoplatonismo.

        Platón, filósofo de la Grecia clásica (más concretamente de los siglos V/IV a.C.), defendía al "mundo de las ideas" como fuente del auténtico conocimiento, el que no variaba, frente al proporcionado por los sentidos; para el autor griego, el cuerpo era la cárcel del alma (recordad el famoso Mito de la Caverna): como vemos, presentaba una visión totalmente negativa del mundo material.

        Estas tesis volvieron a aparecer con los neoplatónicos, entre ellos el filósofo del siglo III d.C. Plotino, quien como nos recuerda Benedicto XVI en la segunda parte de Jesús de Nazaret, apostaba por una creación del mundo que había consistido en la degradación de lo divino, de lo sublime: un descenso que había significado llegar a lo material y humano, lo degradado; de esta forma, la vuelta a lo divino requería necesariamente desasirse del mundo material.

        Frente a esta visión, comprensible ante la contemplación de las miserias humanas, pero totalmente desacertada, el Cristianismo (siguendo la tradición de al menos parte del Juadísimo) consiguió que se impusiera una visión del mundo material, de la creación, mucho más positiva. Sí, ciertamente, nuestra existencia está llena de sufrimiento, e incluso de atrocidades dentro de la misma familia humana; pero como pensaba San Agustín, la historia es historia de salvación, y a pesar de su caída, del pecado original, el hombre tiene en sus manos, auxiliado por la Gracia, cambiar el rumbo de la historia. Mucho se ha hablado acerca de San Agustín y su aparente aversión hacia el cuerpo, hacia lo sensible; pero no se puede negar que él mismo nos recordó que el hombre, lejos de ser sólo espíritu, era una unidad formada por el alma y el cuerpo.

         Esta conceptción cristiana del cuerpo está sustentada, evidentemente, en la Encarnación del Hijo de Dios y en su Resurrección, dos aspectos que resaltan su importancia en el plan creador y salvífico del Señor. Era tan distintiva del Cristianismo (por aquél entonces, salvo la escuela de los fariseos -que yo recuerde ahora mismo-, que también defendían la Resurrección de los muertos) la creencia en la Resurrección (pero no la resurrección de alguien que tiene que volver a morir -como Lázaro-, sino la entrada en un nuevo estado de existencia humana -para no morir más-, que en Cristo como primicia ha marcado nuestro camino y nuestra meta) que cuando Pablo realizó su discurso en el Areópago de Atenas, la mayoría de su audiencia se burló de él, y no quiso seguir escuchando al oír el anuncio y la garantía de la Resurrección de Cristo de entre los muertos (Hch 17, 30-34).

        Pocos han reflejado como San Juan Damasceno (s. VII/VIII d.C.) esta salvación de la creación material que Cristo con su Encarnación ha realizado, pero a este respecto ya escribí un post hace algún tiempo, que todos podéis visitar en este mismo blog.

        Pero a pesar de todo lo dicho anteriormente, también el Cristianismo ha experimentado en su seno la tentación de dejarse llevar por una consideración pesimista de la creación en su vertiente material, incluido, lógicamente, el cuerpo del ser humano. Qué decir de la herejía gnóstica, que tan negativamente hablaba de la creación visible, y que veía como una aberración que el mismo Dios pudiera tomar un cuerpo físico. También el Monofisismo (condenado por el Concilio de Calcedonia) contaba con rasgos de esta postura, ya que afirmaba que Cristo sólo tenía una naturaleza, la divina.

       Pero no quedó ahí la cosa; como Benedicto XVI nos relata en la obra antes mencionada, en el siglo XIX hubo un rebrote de esta visión "destripada" del hombre, que sólo encontraba en el cuerpo humano posibilidades de pecar, especialmente a través de la sexualidad.

      Por tanto, no olvidemos que somos, a imagen y semejanza de Cristo, una unidad de cuerpo y alma, ambas creadas por Dios; tratemos convenientemente a nuestro cuerpo, haciéndolo santo, y repitamos con San Pablo: ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo (1 Co 6, 19-20).

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