Hoy, último domingo de Navidad, celebramos todo el pueblo católico la fiesta del Bautismo del Señor. Como decimos, pone fin a las fiestas de Navidad y Epifanía, a la vez que consituye ya el primer domingo del tiempo ordinario, por lo que está a caballo entre los dos tiempos litúrgicos. Fue en 1969 cuando se puso esta fiesta en la localización que tiene hoy día en el calendario. Pero su celebración es antiquísima, ya que la encontramos en los primeros siglos del Cristianismo, sobre todo en parte de la sección oriental de la Iglesia, que la celebraba el 6 de enero, junto con la Navidad y la Epifanía. Al parecer, era un día asociado en Egipto al nacimiento del dios Eón, también a Osiris, y en el Imperio Romano, a Dioniso y se decía que las aguas del Nilo adquirían propiedades mágicas. Fuera de estos orígenes paganos, que fueron convenientemente cristianizados, podemos preguntarnos, ¿qué sentido tiene la fiesta del Bautismo en relación con la Navidad y la Epifanía? Pues que es una de la distintas Epifanías que celebra la Iglesia. Epifanía quiere decir manifestación; y tras la fiesta de la Navidad, en que Dios nace y es adorado por el pueblo judío, y la de los Reyes Magos, cuando Jesús es adorado por los gentiles, celebramos esta nueva manifestación de Jesús, en la que es ungido por el Espíritu Santo como Mesías, Cristo, y muestra su divinidad en todo su esplendor (Mt 3, 13-17).
Como Benedicto XVI nos cuenta en su libro Jesús de Nazaret, este rito al que se somete Jesús está cargado de un fuerte simbolismo. Al principio, que Jesucristo, siendo Dios, se acogiera al Bautismo que proporcionaba Juan, resultó muy extraño para sus discípulos; pero pronto fue comprendido cuando se puso en relación con la muerte redentora y la Resurrección de Nuestro Señor: Cristo quiso cargar con todos nuestros pecados, entrar en el abismo en el que nos encontrábamos (siempre sin pecar), asumiendo así de pleno toda nuestra naturaleza. Es ahí donde el Bautismo de Jesús cobra todo su significado; Él se sumerge en el agua aceptando todas las miserias del hombre, y con su salida de la misma, reprensenta el renacer que con su Resurrección traería al ser humano: es la muerte, para nacer a la nueva vida que Él nos da. Así, San Pablo nos dice: ¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Rm 6, 3-4).
¿Somos conscientes de que mediante nuestro bautismo, morimos al pecado y somos ungidos hijos de Dios? Hemos nacido a una vida nueva, y a tal condición de hijos de Dios debe corresponder nuestro comportamiento. ¿Seguimos acaso inmersos en una vida de pecado, como si el Espíritu que mora en nuestro cuerpo no hubiera actuado?; o mejor dicho, ¿dejamos que Él nos transforme? De no ser así, no somos dignos de participar en el Santísimo Sacramento, por el que el mismo Cristo se nos da en cuerpo, alma y divinidad.